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Una historia personal de la literatura

Fecha:
28/01/2015
Julio Torri (Saltillo, 1889 - México, 1970) pertenece a una estirpe de creadores que se resisten a crear. En México comparte esa sorpren­dente condición con otro grande de las letras contemporáneas, Juan Rulfo, que no sólo era reacio a escribir, sino incluso a hablar. Torri concentró su producción entre 1910 y 1924. En esos años participa en el Ateneo de la Juventud, una institución capital en la modernización de la literatura mexicana, impulsada por Pedro Henríquez Ureña, y en compañía de Alfonso Reyes y José Vasconcelos, entre otros jóvenes intelectuales; se involucra en el mundo editorial colaborando con el sello Cvltvra primero y dirigiendo las publicaciones de la Universidad y de la Secretaría de Educación Pública después; y publica Ensayos y poemas en 1917, uno de los cuatro únicos libros que dio a conocer en vida: los otros son De fusilamientos (1940) y Prosas dispersas (1964), cuyos materiales, en gran parte, fueron escritos o acopiados en sus años de juventud, y este La literatura española, que reúne los dictados de sus clases universitarias, publicado en 1952, aunque en 1955 Torri dio a conocer una versión aumentada, que es la que ahora se publica, por primera vez, en España. Póstumo es El ladrón de ataúdes (1987), una recopilación de escritos dispersos hecha por Serge I. Zaïtzeff.
Lo primero que llama la atención de La literatura española es la concepción universal de la lengua, un rasgo de indudable modernidad: Torri es un mexicano que concibe la literatura española como si fuera suya, y que habla de ella, seguramente, con mucho mayor conocimiento de la materia que la mayoría de los profesores españoles de su tiempo. En el punto undécimo y último de las “Advertencias previas” del volumen, Torri expresa este deseo: “Ojalá que en lo futuro se trate siempre de las obras escritas en ambos lados del Atlántico como pertenecientes a una misma y magna literatura” (p. 38). Torri, además, es hispanófilo, hasta extremos que resultan llamativos en un mexicano. Por ejemplo, considera a Hernán Cortés el que “conquistó México para la civilización occidental” y, más aún, “el padre, en cierto modo, de la nacionalidad mexicana” (p. 220). No sólo eso: disculpa sus atrocidades con los indígenas recordando las costumbres sanguinarias de la época, y más aún después de los horrores de las guerras universales del siglo XX. Por otra parte, y con buen criterio, entiende que los más destacados escritores mexicanos anteriores a la independencia deben incluirse en el ámbito de la literatura española, y dedica por ello un ceñido epígrafe a sor Juana Inés de la Cruz.
La literatura española, en cambio, paga algunos peajes inevitables a la tradición crítica imperante en su momento. Como dice el propio Torri, es muy difícil, excepto para los genios, escapar a las modas de la época. El análisis del mexicano atiende escasamente a la evolución de las ideas estéticas, a los movimientos de la literatura y sus fundamentos sociológicos, y se articula, en lo sustancial, como una sucesión de nombres relevantes o de géneros literarios consagrados por la historia. De Garcilaso de la Vega, por ejemplo, empieza diciendo: “Toda revolución literaria es obra de un genio” (p. 168). Es verdad que la genialidad existe, y que contribuye a la renovación de las artes y el pensamiento, pero también que los genios rara vez surgen de la nada, sino de un terreno abonado por las tendencias, los influjos y los precedentes. En cuanto a los referentes críticos de Torri, son magníficos, pero hoy forman ya parte de la historia. Son, entre otros, Juan Valera, Karl Vossler, Américo Castro, Dámaso Alonso y, por encima de todos, Marcelino Menéndez y Pelayo, al que Torri no sólo sigue disciplinada y asiduamente, sino que dedica un epígrafe individual, que es poco más, por otra parte, que una apretada relación de sus honores y publicaciones. (Torri lo considera “uno de los mayores críticos europeos de su siglo, de la talla de Sainte-Beuve, Brandes, Saintsbury, De Sanctis o Pío Rajna” (p. 391). Suscita alguna melancolía que ninguno de estos críticos, salvo quizá Sainte-Beuve, haya perdurado en la memoria de los lectores, y apenas en la de los estudiosos, y también que de Menéndez y Pelayo hoy se estime, sobre todo, su Historia de los heterodoxos españoles, pero por los motivos contrarios a los que don Marcelino perseguía: por dar a conocer a raros que nos interesan, a iconoclastas fascinantes). Por último, La literatura española, como todas las historias de la literatura, carece de la perspectiva adecuada para valorar lo más reciente o novedoso. En el tramo final del libro, parece que a Torri se le acumulan los autores y se le acaba el espacio (y el tiempo), y en muchos epígrafes se limita a embutir nombres y títulos bajo una denominación genérica. Así sucede con el apartado “Erudición, crítica, historia” de la edad moderna, que es poco más que un catálogo de autores y obras. Su visión de algunos de los mejores (y peores) autores de la literatura española de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX está lastrada asimismo por algunas inercias e incertidumbres. Torri, por ejemplo, ensalza la obra de Eduardo Marquina y de Gaspar Núñez de Arce, como hacía cualquier intelectual acomodado de su tiempo, y como hoy no hace nadie con dos dedos de frente literaria. Hasta de Castelar, aquel rétor exorbitante de la Restauración, dice que en sus obras “es fácil hallar páginas o, por lo menos, párrafos admirables” (p. 391), aunque quizá, en este caso, el “por lo menos” introduzca cierta distancia irónica. En cambio, sus juicios sobre algunos autores hoy fundamentales, como Lorca y Cernuda, resultan curiosos. De Yerma dice que “condensa el dolor de la mujer infecunda. Es un tema tan hondamente humano que casi llega a lindar con lo zoológico” (p. 389). A Cernuda, que ya se había establecido en México, lo incluye en un párrafo dedicado a “otros buenos poetas”, lo identifica como “malagueño”, cuando era sevillano, y lo despacha, sin valoración crítica alguna, con una apresurada relación de sus libros. Frente a estas debilidades y omisiones, sorprende que dedique sendos capítulos del libro a la zarzuela y al “género chico”, aunque, bien pensado, no deja de ser plausible que se incluyan en una historia de la literatura estos géneros populares, habitualmente olvidados.
Pero los méritos de La literatura española son muy superiores a sus defectos. Para empezar, que una sola persona haya acometido y culminado con tanta brillantez la empresa de resumir en un volumen de poco más de 400 páginas una historia literaria de quince siglos, es algo desacostumbrado, y de lo que muy pocos son capaces. La erudición y la capacidad de síntesis de Julio Torri son abrumadoras, y, además, aunque no sean fáciles de reconciliar, Torri las hace compatibles. El mexicano nos descubre autores, y lo hace desde los albores de la literatura peninsular, como al hispano-latino Aurelio Prudencio, a quien su maestro Menéndez y Pelayo consideraba el mejor poeta desde Horacio hasta el Dante. También proporciona datos insólitos, como que el rey Fernando VI estimaba tanto a Feijoo que prohibió en una Real Pragmática de 1750 que se le contradijera; o que Juan Valera, destinado en la legación española en Washington, ya sesentón, infundió tal pasión en la hija del secretario de Estado estadounidense, Catalina Bayard, que esta se suicidó por él.
El lenguaje que Torri emplea en La literatura española es su mejor activo: un castellano mesurado, sabroso, fluido, exacto. A veces, deliciosamente añejo; a veces, incluso, arcaizante, como cuando habla del “carácter estrenuo del héroe” (p. 68), o de unas sospechas de traición, “en deservicio del rey de Castilla” (p. 111), o de la localidad natal de Elio Antonio de Nebrija, “de donde derivó su cognomento” (p. 119), pero siempre pulcro y jugoso, reciamente musical. Así caracteriza, por ejemplo, a Fernando de Herrera: “Se contentó con un modesto pasar que le proporcionaba su beneficio, pues parece que no fue ambicioso, y sí de ánimo arrogante. Atenaceado por el anhelo de perfección formal, su poesía es de hombre doctísimo” (p. 188). No son infrecuentes estas descripciones de los autores y sus escrituras: Torri atiende al perfil humano tanto como a la dimensión estética, y urde así pasajes de interés casi narrativo, llenos de observaciones perspicaces. No exentas de ironía. En la poesía del padre Juan Arolas, por ejemplo, que se distingue por la espontaneidad de su versificación y su opulenta fantasía, “vibra [...] la cuerda erótica, sin que ello tuviera repercusiones en su conducta”, pese a lo cual precisa que “murió loco” (p. 373).
Torri valora singularmente la literatura española por sus aportaciones precursoras. Así, a su juicio, la Crónica sarracina, de Pedro del Corral, es la primera novela histórica europea, o la Silva de varia lección, de Pero Mexía, crea el ensayo en las literaturas modernas -lo que no deja de ser un juicio audaz, acaso temerario-. Este elogio de la invención hispana se complementa con una atención igualmente cabal a las relaciones entre la literatura nacional y la del resto de los países y tradiciones europeos. Torri es un crítico inteligente, no sólo porque identifica las virtudes y los defectos de las obras que analiza, por lo general con acierto, sino porque despliega una urdimbre de ecos y ligámenes que subraya el fluir parejo del arte occidental y el hacerse especular de la literatura. Aunque a veces uno tenga la impresión de que esa trama se constituya con hebras secundarias, halladas en los rincones de la historia literaria. A Fernán Pérez de Guzmán, por ejemplo, lo llama “el Saint-Simon castellano” (p. 104); equipara las Cartas de relación, de Hernán Cortés, con los Comentarios de Julio César; de Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, recuerda que, adaptadas por Corneille, "produjeron la primera tragedia del teatro clásico francés" (p. 290); en uno de los relatos de las Noches de invierno, de Antonio de Eslava, sitúa la fuente de la última comedia de Shakespeare, La tempestad; y, en fin, cree que el drama Don Francisco de Quevedo, de don Eulogio Florentino Sanz, es “una de las probables influencias del Cyrano de Rostand” (p. 374).
Sus juicios suelen ir acompañados por abundantes muestras de los textos mencionados, y este sentido práctico enriquece la visión que aporta. Su ironía -que a veces se magnifica en humor-está asimismo siempre presente, como cuando recuerda aquella sabia admonición de Fray Luis de León: “Desprenderse de las riquezas es mejor que poseerlas; pero ambas cosas son buenas” (p. 182). Sorprende, sin embargo, que un hombre tan propenso y admirador del giro ingenioso y la pulla erudita no haga apenas mención, salvo una genérica y de pasada, a las enemistades literarias del Barroco, con Góngora y Quevedo a la cabeza. Como tributo a las normas sociales de su tiempo, su pudor es también mucho, aunque Torri, como ha recordado Andrés del Arenal en su excelente prólogo, era un hombre muy dado a rijosidades. De las Glosas al sermón de Aljubarrota, atribuidas a Diego Hurtado de Mendoza, dice que contienen cuentos muy graciosos, aunque “demasiado atrevidos”, y cita a continuación “uno de los pocos que pueden citarse” (p. 199); y al teatro de Juan de la Cueva lo considera “de una inmoralidad sorprendente” (p. 218).
La literatura española es, en suma, un magnífico ejemplo de análisis individual de la literatura, hecho de acuerdo con unos criterios tradicionales, pero sazonados por el talante singular de un autor tan exigente como inclasificable. Su contenido sigue siendo útil, y su lectura es muy amena.

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Acerca del autor:
Eduardo Moga
Revista de Occidente

Acerca del libro:
La literatura española
Julio Torri / Andrés Del Arenal