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«Tempus Fugit» o el tiempo de los «Fugitivos»

Fecha:
01/09/2016
No nos cansamos de escuchar las dudas sobre la capacidad de escribir poesía después de Auschwitz y el estribillo pegadizo de que son éstos malos tiempos para la lírica, pero adornos aparte y con un poco de voluntad de esquivar los golpes bajos de los más pesimistas y agoreros, podemos encontrar razones para la esperanza e incluso para el convencimiento. Es cierto que aún quedan resquicios del monopolio de la poesía de la experiencia, que probablemente haya más poetas que compradores de poesía, que el panorama educativo no ayuda a la pervivencia de una mínima cultura lírica, que han desaparecido en los últimos años de crisis varias editoriales fundamentales para nuestra actualidad poética, como DVD Ediciones o El Gaviero; sin embargo, también es verdad que el signo poético de nuestro tiempo es la heterogeneidad de poéticas o la multitud de líneas de fuga de la poética de la normalidad y la canonicidad, que en el siglo de oro español ya había poemas burlescos sobre el exceso de poetas y que he visto cosas que los incrédulos no creerían —he visto bares repletos de adolescentes aplaudiendo a mediáticos vates (si bien no siempre batean con el efecto o la dirección que desearíamos)—, que las nuevas formas de comunicación, acceso a la información y lectura procuran una gran facilidad para acercarse a mundos poéticos antes más recónditos, que editoriales como La Isla de Siltolá, Balduque o Ultramarinos han nacido recientemente para ocupar territorios poéticos inexplorados, o que estamos en una época fértil en estudios sobre poesía española contemporánea y en antologías poéticas colectivas de variado criterio y estética.

Muchos de los últimos poemarios de una serie de autores que me interesan desde hace tiempo de forma constante tienen poemas potentes en torno a la figura del padre desaparecido: Agustín Fernández Mallo y su Ya nadie se llamará como yo, Pablo García Casado y su García, Vicente Luis Mora en Serie o Jesús Aguado y Carta al padre. Dos de ellos, Vicente Luis Mora y Jesús Aguado, han publicado recientemente y casi de forma simultánea dos antologías de poesía española contemporánea en las que sendos autores se incluyen mutuamente (no hay un juicio de valor aquí), si bien ambas muy diferentes (aunque tengan varios poetas en común). Si cuando hablamos de autores decimos aquello de que el estilo es el hombre, cuando de antólogos se trata podemos aprovechar el tópico de que estamos hechos de la suma de nuestras elecciones. Vicente Luis Mora escribe una amplísima y documentada introducción a La cuarta persona del plural: antología de poesía española contemporánea (1978- 2015), donde, entre otras muchas cosas, explica sus criterios de selección, que vendrían a conformar un sistema con el cual erigir un canon alternativo en la lírica patria reciente. Los poetas que escoge no tienen, afirma, necesidad de matar al Padre, pues su escritura no tiene en cuenta la tradición canónica inmediatamente anterior, y, sin embargo, una de sus características comunes es, siguiendo la propuesta de Harold Bloom, que su excelencia se basa en la angustia de la influencia, la ansiedad por igualar o superar a los padres poéticos.

El último poemario de Jesús Aguado, Carta al padre, es un magnífico libro cuya primera sección, «Padres», nos presenta una pluralidad de padres ficticios o de historias paternas probables en distintos mundos posibles desde la voz del hijo. Parece decirnos Aguado que la paternidad, también la poética, se escoge, que los padres se los construye, inventa o resuelve cada cual dependiendo del tipo de hijo que uno imagina ser, o que el padre no tiene por qué ser uno ni trino, sino que puede ser múltiple, plural y distinto a sí mismo. Desde esta idea se puede leer Fugitivos, la antología de poesía española contemporánea, que Aguado acompaña solo con página y media de introducción. Esta página y media viene a decirnos, en su extensión y en su contenido, que esta antología no aspira a proponer un canon alternativo, como sí hace la de Mora, porque la poesía ha de estar alejada del poder y de todo aquello que lo encarne y sirva como su instrumento. Como dice Aguado,

la poesía se lleva mal, o debería llevarse mal, con las instituciones carcelarias. Todos los poetas sabemos cuáles son (la Literatura, el Dinero, el Poder, la Historia, el Sentido, la Universidad).

Esta antología, nos dice, no quiere entrar al trapo demasiado sucio y manido— de la conquista de esas mayúsculas, porque no se ha construido para proponer un orden poético concreto ni para poner en cuestión los propuestos por otros. Esta antología no defiende nada. O solo esto: el placer de la lectura de quien se encarga de firmarla. […] No hay teorías detrás de este libro. No hay presupuestos académicos de ninguna clase.

Esta antología, por tanto, y a pesar de publicarse en una editorial, FCE, que no está precisamente entre las independientes y ajenas al poder, es una propuesta personal basada en el gusto propio del antólogo, algo que ya se puede ir intuyendo en el título escogido, Fugitivos, que se explica porque en su opinión

«la poesía es un arte de fugitivos, el arte por antonomasia de la fuga»,

pero se entiende desde el título de la obra poética completa de Jesús Aguado hasta 2011: El fugitivo. Aguado es el fugitivo, el poeta, y selecciona aquí a sus fugitivos, sus poetas, que lo son por diversos y ocultos motivos. La fuga de Aguado del intento de proponer unos criterios definitivos o definitorios del canon poético español no se debe a un miedo cerval a enfrentarse a la teoría, sino que parece venir de una convicción personal que puede definirse con unos versos de José Antonio González Iglesias en dos poemas seleccionados en la antología:

«Ahora he comprendido / que es necesario el ciervo, y es necesario el tigre» [página 140],

o bien:

«Relajado. / No jerárquico, ajeno / a las categorías. / […] Poeta».

Aguado parece saber que un canon personal es un oxímoron, porque como explicaba José María Pozuelo Yvancos en Teoría del canon y literatura española, «un canon nunca puede ser identificable con una antología personal» (página 34), o lo que es lo mismo, en términos de Walter Mignolo, que no hay que confundir el canon vocacional con el canon epistémico. Jesús Aguado hace así un ejercicio de humildad y honestidad, y selecciona a veintitrés poetas españoles con el único criterio de haber nacido entre 1960 y 1980 (e incluso este se lo salta para incluir a Elena Medel) y ser de su gusto. Sobre este, la palabra es nuestra tras leer la selección de poemas y poetas, pues sus criterios del gusto están implícitos en ellos. Entre la nómina encontramos poetas de nombre más sonoro, habituales en los listados canónicos comunes, junto a otros que descubrimos por primera vez aquí y algunos de cuya obra pensábamos ser —casi— los únicos lectores. La gran mayoría de ellos nos parecen excelentes y son, con Aguado, disfrutables. No nos parece Aguado sospechoso en absoluto por la inclusión de los primeros; como dice de él Vicente Luis Mora en el prólogo a El fugitivo, tomándolo de Juan Bonilla en la introducción a una antología,
 
Aguado […] no fue nunca fiel a ningún templo.

Más bien nos parece que la libertad en su criterio del gusto le permite hacer una antología de poemas más que de poetas, y olvidar así los nombres, pues las mayúsculas, como ya indicaba él, resultan problemáticas. Indicaremos aquí esos nombres para olvidarlos a continuación: José Ángel Cilleruelo, con sus endecasílabos blancos y sus textos en prosa, con la quietud de los espacios en tensión, con esa sensación de lo extraño de poemas traducidos de otro idioma pero que no lo son; Pilar González España, un descubrimiento que, sin embargo, no aparece en ninguna de las dos recientes antologías poéticas de mujeres que han aparecido recientemente, (Tras)lúcidas y 20 con 20; Juan Vicente Piqueras, tan clásico como siempre; Carlos Marzal, en cuyas dedicatorias se observan sus propias afinidades electivas; Aurora Luque, la antigüedad o el deseo; Vicente Valero,

«eh, tú, pájaro de este lugar, sigue cantando o muéstranos para siempre el camino exacto y sin salida de nuestras quemaduras»;

Eduardo Moga, con cuerpos multiformes pero siempre hondo; Vicente Gallego, de palabra frágil, latente; Isabel Bono, angulosa, cortante; Juan Antonio González Iglesias, poeta de la felicidad; Ada Salas y el ardor:

«Reúno los despojos. Abrazo / los cadáveres // y con ellos enciendo // esta pira común para el olvido»;

Álvaro García, un nuevo descubrimiento; Francisco Alba y su canto agudo; Agustín Fernández Mallo, físico pero místico; Enrique Falcón, potente como la realidad más atroz; Vicente Luis Mora, porque lo suyo no tiene nombre; Julieta Valero, consistente en la densidad de sus aciertos; Pablo García Casado, gran poeta de película (americana); José Luis Rey, «respaldo rococó», antes Barroco, posmoderno a su original manera; Miriam Reyes (su nombre es rojo) y su poética de gran potencia visual; Josep María Rodríguez, a ratos poeta en jardín japonés (de Suria); y Elena Medel, fuera de plano (1986), llena de flores y de frutos maduros.
 
Puede que otros prefieran otros poetas, pero estoy segura de que a muchos les gustarán estos poemas rescatados de las cunas de sus autores, cuidados como cervatillos huidizos, tratados con el cariño de lo propio. Precisamente Juan Bonilla, poeta no incluido en esta antología ni en la de Vicente Luis Mora (no hay un juicio de valor aquí), tiene unos versos del poema «Desiderata», de su último poemario, Poemas pequeñoburgueses (Renacimiento, 2016), que, hablando de otro asunto, podrían utilizarse y encajar como un puzle al oficio ingrato y peligroso del antólogo:

[…]
y es fácil deducir que acaso en esas búsquedas
de lo remoto y lo menor
bajo la excusa de dar otro orden a las jerarquías
para que tu biblioteca desmienta a los libros de historia
y haya un lugar donde un poeta al que olvidaron
hasta sus herederos
tenga más peso y más presencia que el coñazo de Aleixandre
acaso en esas búsquedas no quierassino salvarte tú.

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Acerca del autor:
Cristina Gutiérrez Valencia
El Cuaderno

Acerca del libro:
Fugitivos
Jesús Aguado (ed.)