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Religión sin dios

Fecha:
31/03/2017
«Los poetas románticos dijeron que debemos intentar convertir nuestras vidas en

obras de arte. Quizá sólo tenían en mente a los artistas [...] pero lo que dijeron se puede aplicar a cualquier vida [...] que se haya vivido bien de acuerdo con una opinión verosímil de lo que eso significa [...] Si realmente anhelamos ese tipo de logro, como creo que deberíamos, entonces lo consideraremos como un tipo de inmortalidad. Nos enfrentamos a la muerte creyendo en que hemos hecho algo bueno en respuesta al más grande desafío que enfrenta un mortal» (p. 97). Con estas palabras termina Ronald Dworkin el libro que aquí me ocupa, publicado poco después de fallecer. Podemos decir que con estas mismas palabras finaliza su gran obra de arte este jurista convertido en filósofo mayúsculo, como si fuese plenamente consciente de que ese es, realmente, su final. A pesar de ello, no encontramos en esta obra final una síntesis de lo ya dicho, y en ocasiones redicho, que vemos frecuentemente en el ocaso de los grandes pensadores. En lugar de ello, Dworkin se atreve a reinventarse, al menos en parte, y solo esto ya merece el reconocimiento de cualquiera.
 
En Religión sin dios, Dworkin sostiene y defiende dos tesis fundamentales:

1.  Que la interpretación más reveladora de la actitud religiosa es independiente de la creencia en Dios, y que se basa en requisitos que pueden ser compartidos tanto por creyentes como por no creyentes.

2.  Que haríamos bien en prescindir del derecho especial a la «libertad religiosa», pues las actitudes religiosas, teístas y no teístas, están suficientemente protegidas por un derecho general a la «neutralidad ética» del Estado.

Ambas tesis no están necesariamente conectadas. De hecho, el autor ya había defendido la segunda con anterioridad como una forma de «neutralidad liberal» (A Matter of Principle. Harvard University Press, 1986). Sin embargo, existe una cierta continuidad entre ambas, no siempre explícita, de la que más tarde hablaré. Es por tanto en la primera tesis, la de la posibilidad de que los ateos tengan una actitud religiosa, donde radica la novedad del último libro escrito por Dworkin, y por ello me ocupo más extensamente de ella en mi reseña.

En su meritorio intento de proporcionar la interpretación más reveladora de la actitud religiosa, Dworkin parte de la idea de que «la actitud religiosa acepta la realidad absoluta e independiente del valor; acepta la verdad objetiva de dos juicios centrales sobre el valor» (p. 18). Estos son:

1.  La vida humana tiene un significado y una importancia objetivos.
2.  La naturaleza no es solo un hecho, sino que es sublime en sí misma.

La primera afirmación, base de lo que se conoce en filosofía como realismo moral, significa que la vida buena y las responsabilidades morales con otros que de ella se derivan tienen un valor intrínseco independiente de lo que nosotros creamos. Dworkin contrasta esta tesis con el naturalismo, una corriente metafísica muy asociada con el positivismo que se caracteriza fundamentalmente por afirmar que: 1) existe una distinción a priori entre juicio de hecho y juicio de valor; 2) la única forma de conocimiento posible es la ciencia; 3) mediante la ciencia, solo pueden estudiarse los hechos, y no los juicios de valor; por lo tanto 4) solo los hechos, estudiados por la ciencia, son objetivos, mientras que los juicios de valor o bien no existen o son un reflejo de nuestras aptitudes emocionales hacia el mundo. La última afirmación es una deducción lógica de las otras tres. Muchos de los que han desafiado la conclusión positivista/naturalista han negado que 1) sea cierto, es decir, que pueda establecerse a priori una diferencia tan clara entre hecho y valor. Sin embargo, Dworkin cree que su postura ética, y la experiencia religiosa en general, se caracterizan por negar 2).

Ahora bien, si negamos 2), surge la pregunta de ¿cuál es esa otra forma de conocimiento que nos permite acercarnos a la realidad de los juicios de valor? Y aun más, ¿por qué poseemos esa capacidad como seres biológicos producto de la evolución? Estos son los interrogantes que otro gran pensador como Thomas Nagel, amigo de Dworkin, se ha planteado. Nagel, al igual que Dworkin, abraza el realismo moral pero, a diferencia de él, encuentra problemáticas estas cuestiones para conseguir que su posición sea consistente. A esta otra postura, la de Nagel, Dworkin la llama «realismo fundamentado», porque afirma que «los valores son reales y que nuestros juicios de valor pueden ser objetivamente verdaderos, pero solo si asumimos [...] que tenemos razones [...] para pensar que contamos con la capacidad de descubrir verdades sobre el valor» (p. 20). En contraposición a ella, Dworkin propone una forma de «realismo no fundamentado» que le permite, a la vez, negar las conclusiones naturalistas y evitar los problemas para los que Nagel no ve una solución clara.

Es decir, Dworkin comparte con los positivistas/naturalistas lo que él llama el «principio de Hume», según el cual «es imposible respaldar un juicio de valor [...] solo mediante el establecimiento de un hecho científico [...] Siempre será necesario algo más: un juicio de valor antecedente que demuestre por qué ese hecho científico es relevante y tiene una consecuencia» (p. 27). La diferencia fundamental (y aquí radica la originalidad de Dworkin) es que, para los positivistas/naturalistas, el principio de Hume supone negar la objetividad de los juicios de valor, pues no pueden ser apoyados sobre nada que exista. Por el contrario, para Dworkin este principio permite afirmar que los juicios de valor serán considerados verdaderos o falsos únicamente atendiendo a otros valores. Esto es, la esfera moral es autónoma respecto a los hechos y, por lo tanto, las verdades morales solo se encuentran y se refutan argumentando moralmente. En última instancia deben existir unas premisas normativas básicas (principios) que no se sustentan sobre nada sólido. La creencia en estas premisas por parte de los realistas (tanto creyentes como no creyentes) requiere un acto de fe similar al que requiere la creencia en una religión teísta, pero también similar, afirma Dworkin, al que requiere nuestra confianza en la ciencia y las matemáticas, pues ambas se construyen sobre premisas, conceptos y fundamentos básicos no justificables ni demostrables en función de otros.

A partir de esto, Dworkin establece una semejanza entre su posición ética y moral, y la actitud religiosa. El autor encuentra manifestaciones de aparente «realismo fundamentado» en aquellas formas de teísmo que identifican la capacidad de conocer el mundo de valor en nuestra relación con Dios. Pero si lo dicho hasta ahora es cierto, sugiere Dworkin, entonces no existe tal cosa como un «realismo fundamentado» en Dios. En última instancia, los creyentes teístas no pueden acudir a lo que él llama «la parte científica» de su religión (aquella que ofrece respuestas fácticas sobre el origen del Universo, su historia, el origen de la vida humana, y la permanencia o no después de la muerte) para justificar sus posiciones morales. En lugar de ello están obligados a proporcionar (a otros y a sí mismos) una justificación, basada en un juicio moral, de por qué deben obedecer a Dios, o de por qué deben actuar de acuerdo a la verdad moral revelada por Dios.

Pero si lo que Dworkin quiere proporcionar es la interpretación más reveladora de la actitud religiosa, la pregunta que surge automáticamente es, ¿cómo es posible que la mejor interpretación de la actitud religiosa sea una que no tiene en cuenta las interpretaciones históricas de aquellos colectivos identificados, por sí mismos y por otros, como religiosos; una que no explica la manera que han tenido y tienen de percibirse a sí mismos y de caracterizar su propia identidad? Al fin y al cabo, aunque los argumentos de Dworkin puedan resultar convincentes, esto es, aunque aceptásemos que un creyente máximamente reflexivo debiera estar de acuerdo con él, las personas religiosas han entendido históricamente su posición como una forma de «voluntarismo moral» o de «realismo fundamentado». La respuesta de Dworkin la encontramos en otro de sus libros, Justice for Hedghogs (2011), en el que el autor hace una exposi ción detallada y concisa de su concepto de interpretación. Básicamente, para Dworkin interpretar consiste en proporcionar una coherencia y una integridad máxima al objeto de interpretación. Por lo tanto, la mejor interpretación de la actitud religiosa no tendría que ver con aquellas interpretaciones históricas y sociológicas internas a las personas y colectivos religiosos, sino la que desde fuera hace más coherente e íntegra su visión y sus posiciones.

Se comparta o no la postura de Dworkin sobre lo que significa interpretar, la duda que queda es si no ha supuesto demasiado a la hora de realizar una interpretación integradora de la actitud religiosa. La tesis de que la experiencia religiosa no tiene como condición necesaria la creencia en un Dios no puede considerarse en modo alguno transgresora. Al fin y al cabo todo el mundo acepta que el Budismo es una religión más, de forma que Dworkin hace bien en proponer otras condiciones necesarias y suficientes que caractericen la actitud religiosa, pero ¿por qué son los dos requisitos que él propone aquellos que caracterizan mejor la experiencia religiosa?

En A Secular Age, Charles Taylor, un pensador católico, proporciona su propia interpretación de lo que significa la actitud religiosa. Allí Taylor reconoce que: «Every person, and every society, lives with or by some conception(s) of what human flourising is: what constitutes a fullfilled life? what makes life really worth living? [...] these views are codified, sometimes in philosophical theories, sometimes in moral codes, sometimes in religious practices and devotion» (Charles Taylor, A Secular Age. Belknap Press, 2007, p. 16).

Y según esto, podríamos afirmar, con Dworkin, que las respuestas a estas preguntas que proporcionan creyentes y no creyentes no tienen por qué ser esencialmente distintas. Pero Taylor sitúa la diferencia fundamental en un lugar distinto pues, para él, lo realmente característico de la actitud religiosa es: «The sense that there is some good higher than, beyond human flourising. In the Christian case, we could think of this as agape, the love which God has for us» (Charles Taylor, op. cit, p. 20). Por lo tanto, aunque aceptemos, siguiendo a Dworkin, que no existe en el terreno ético una diferencia relevante entre creyentes y no creyentes, podríamos también reconocer, de acuerdo con Taylor, que para el creyente las esferas éticas (¿cómo vivir una vida buena?) y moral (¿cómo tratar a otros?) no son, por así decirlo, lo más fundamental. Y si reconocemos esto, estamos aceptando que el no creyente no es en modo alguno una persona con una actitud religiosa.

Neutralidad liberal

¿Podría Dworkin estar de acuerdo con esta afirmación? En la segunda parte del libro, Dworkin argumenta sobre la pertinencia de subsumir el derecho especial de la «libertad religiosa» en el derecho general de la «independencia ética». La pregunta, tal y como la plantea Dworkin sería: «¿Es necesario un derecho especial que no solo requiera una justificación neutral sino conveniente para cualquier limitante» (p. 84) tal y como sucede, por ejemplo, con el derecho a la libertad de expresión? Esta pregunta a la que trata de responder Dworkin no es en absoluto un mero juego filosófico, más o menos interesante, sino que entronca con algunas de las polémicas políticas y jurídicas de mayor calado en cualquier estado moderno (especialmente Estados Unidos). Un ejemplo claro de esto, al que se refiere el autor, es el del contenido de la educación pública: ¿viola el estado el derecho la libertad religiosa al enseñar evolución darwiniana en lugar de otras alternativas, como la teoría del diseño inteligente?

Dworkin menciona a este respecto un artículo escrito por Nagel (Thomas Nagel, «Public Education and Intelligent Design», Philosophy & Public Affairs, vol. 36, num 2, 2008), en el cual sostiene que el juicio de alguien sobre si la autoría divina o la mutación aleatoria proporcionan una mejor explicación de la vida humana está inevitablemente influido por su creencia previa sobre la existencia de un dios. Es decir, Nagel señala que la afirmación de que el diseño inteligente es mala ciencia presupone ateísmo, que es una postura religiosa; por lo tanto, prohibir la enseñanza del diseño inteligente implica que el Estado tome una postura en un asunto religioso. Y debido a esto, supone una vulneración del derecho a la libertad religiosa (esto último no lo afirma Nagel, sino algunos colectivos religiosos en Estados Unidos). Por su parte, Dworkin no pone en duda la conclusión de Nagel, sino la conveniencia de seguir manteniendo el derecho a la libertad religiosa que nos lleva a conclusiones como estas: «Su conclusión resulta pertinente si consideramos la libertad religiosa a partir del contenido, como exige un derecho especial. No obstante, si no dependemos de ningún derecho especial, sino del derecho general a la independencia ética, podemos ver las cosas de una forma diferente» (p. 88).

Aun si esto es cierto, Dworkin es plenamente consciente de que necesita justificar la conveniencia de este cambio. Para ello, pretende proporcionar la interpretación más reveladora, no ya de la actitud religiosa, sino del derecho de libertad religiosa. El mantenimiento de este derecho requiere, dice el autor, que identifiquemos algún interés particular tan sumamente importante en las personas (creyentes) que merezca una protección especial. Pero la pregunta que Dworkin se hace, y la respuesta que Dworkin proporciona, dependen en gran medida de su interpretación de la actitud religiosa. Pregunta, «¿es posible identificar un interés particular que las personas tengan porque creen en un dios que no tendrían si, como Einstein y millones más, se suscriben a una religión sin dios?» (p. 71). A lo que responde: «cada persona tiene la responsabilidad ética intrínseca e inevitable de llevar una vida exitosa. Esa responsabilidad forma parte de una actitud religiosa que pueden compartir los creyentes y los no creyentes [...] esta justificación de la libertad religiosa [...] no provee ningún fundamento para limitar esa libertad a las religiones ortodoxas de creyentes» (p. 73).

La pregunta presupone que su interpretación de la actitud religiosa es correcta porque afirma que pueden existir personas religiosas no creyentes. La respuesta lo presupone también porque afirma que aquello que merece la pena proteger de las actitudes religiosas tiene que ver fundamentalmente con la ética, es decir, con la capacidad que cada uno tiene de llevar una vida buena, con una importancia intrínseca y objetiva. Pero, ¿qué sucede si, como sugiere Taylor, creemos que la religión, y la actitud religiosa, no tiene fundamentalmente que ver con esto sino con algo que está más allá de la ética («human flourising»)? ¿Debemos proteger esto con nuestro ordenamiento jurídico? ¿Forma parte de la neutralidad ética no hacerlo? ¿Tenemos una justificación objetiva para no hacerlo aunque no podamos evitarlo? Como siempre le corresponde a cada lector confrontar los argumentos de uno de los mejores y más influyentes filósofos morales y políticos de nuestro tiempo.

Por último, y aunque se aleje del tema de la obra que aquí me ocupa (pero no de otras escritas por el mismo autor), me quedo con las ganas de preguntarle a Dworkin si él cree que quienes promovieron el derecho a la libertad religiosa en el siglo XVII, en lugar de un derecho a la neutralidad ética, estaban equivocados. Él afirma, acertadamente, que «la historia de las guerras y la persecución a causa de la religión [...] ayudan a explicar el nacimiento de la idea de libertad religiosa» (p. 71); y posteriormente, que «sabemos por qué se expresó, históricamente, dicho derecho como si estuviera limitado a la religión, pero insistimos en que es necesario dotarlo de un sentido contemporáneo y proporcionar la mejor justificación de él, interpretando la tolerancia religiosa como un ejemplo de derecho más general» (p. 84).

Para Dworkin la razón por la que ellos (nuestros antepasados) reconocieron el derecho de libertad religiosa puede considerase una explicación, pero esta explicación no proporciona automáticamente una justificación moral válida. Además, la posición ética/ moral de Dworkin y su concepto de interpretación le impiden aceptar alguna forma de relativismo histórico según el cual en aquel momento podía ser adecuado pero ahora no. Por supuesto, Dworkin no niega que los hechos históricos tengan influencia en los juicios de valor. Si, por ejemplo, en el siglo xvii no hubiese existido ninguna persona atea, no tendría sentido hablar de una neutralidad ética distinta de la libertad religiosa. Pero sabemos que ese no fue el caso. ¿Entonces qué? Cabría la posibilidad de argumentar que la prudencia política es una justificación suficiente para haber establecido ese derecho allí y otro aquí (el derecho es distinto, pero el fundamento y la razón son los mismos). Sin embargo, Dworkin no se conforma con algo así («los argumentos políticos sobre la necesidad de la paz resultan inadecuados para justificar un derecho básico» [p. 71]). Estoy convencido de que él tendría, si todavía estuviese vivo, o todavía tiene (para aquellos que creen en una vida más allá de la muerte), una respuesta clara, detallada, compleja y esencialmente moral a mi pregunta.
 

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Acerca del autor:
Óscar García Jaén
Argumenta

Acerca del libro:
Religión sin dios
Ronald Dworkin