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Hans Kelsen contra Carl Schmitt

Fecha:
01/12/2009
ECONOMÍA

Hans Kelsen contra Carl Schmitt
Lorenzo Córdova Vianello

Derecho y poder

La relación entre derecho y poder es un problema recurrente en la historia del pensamiento político y jurídico. En general, se puede decir que ambos términos están tan vinculados que pueden presentarse como dos aspectos de una misma realidad. Norberto Bobbio abordó ampliamente este problema en varios de sus ensayos dedicados al análisis del normativismo kelseniano. En estos trabajos Bobbio contrapone la teoría del ordenamiento jurídico de Kelsen a las concepciones tradicionales del derecho público a partir del distinto papel que una y otras le atribuyen, respectivamente, al derecho y al poder. Pero derecho y poder son, de cualquier manera, dice Bobbio, utilizando una metáfora, “dos caras de una misma moneda”: cuál de los dos conceptos sea el anverso y cuál el reverso de la moneda depende de la perspectiva con la que se afronte el problema.

Ambas perspectivas son distintivas de dos tipos de concepciones distintas sobre el problema: por un lado, las teorías que subordinan el derecho al poder y, por otro lado, las que subordinan el poder al derecho. Las primeras identifican sustancialmente al Estado con un sistema de poder o. mejor dicho, de poderes, que son las que toman las decisiones colectivas y establecen, en consecuencia, las normas que regulan la convivencia social, es decir, el derecho. En el vértice de este sistema de poderes encontramos al poder soberano que, en cuanto tal, puede ser considerado como la fuente de todos los poderes y de las normas que de éstos emanan. En estas teorías el principio de organización de la vida social reside, pues, en el poder soberano, del cual depende en última instancia, la existencia y la validez de las normas jurídicas y del ordenamiento social en su conjunto: es el poder el que crea el derecho y el que, por lo tanto, prevalece sobre este último. En otras palabras, para esta concepción el poder constituye el fundamento de validez del derecho.

En el extremo contrario, las teorías que dan prevalencia al derecho sobre el poder conciben al estado esencialmente como un sistema ordenado de normas que derivan en su conjunto, de una norma superior. Dicha norma superior, que desempeña un papel simétrico al que juega el poder soberano en las teorías que dan prioridad al poder sobre el derecho, constituye el fundamento de validez del ordenamiento jurídico y, a la vez, de la legitimidad del poder político. Estas teorías parten del presupuesto de que el poder político emana del derecho en el sentido de que de éste se deriva y a éste le está subordinado; o bien, dicho en otras palabras, de que el poder está instituido y regulado por el derecho. Adoptando la terminología kelseniana, podemos construir, en ese sentido, la figura de la norma fundamental como contraparte de aquella tradicional de poder soberano.

Las ideas de norma fundamental (que en cuanto tal es la “norma de normas”) y de poder soberano (que en cuanto tal es “poder de poderes”) representan conceptos simétricos. Tanto la norma fundamental como el poder soberano tienen la tarea de “cerrar el sistema” pero el modo distinto de cerrarlo, con norma o con un poder, revela la esencia de las dos concepciones distintas de la relación que media entre derecho y poder. Para decirlo con palabras de Bobbio:

La norma fundamental tiene la función de cerrar un sistema fundado en la primacía del derecho sobre el poder; la soberanía tiene la función de cerrar el sistema fundado sobre la primacía del poder sobre el derecho.

Las dos teorías que muy probablemente representan de la manera más clara y radical cada una de las perspectivas opuestas sobre la relación existente entre derecho y poder son la teoría de Hans Kelsen y la de Carl Schmitt, o bien, según las caracterizaciones más difundidas y más correctas de ambas, el normativismo y el decisionismo en sus interpretaciones originarias y, en cierto sentido, puras. Mientras Kelsen considera al derecho como el principal instrumento de organización y de control de la fuerza, Schmitt lo concibe como el producto de la capacidad de decisión de quien detenta el poder político. En el ámbito de esta contraposición general, cabe circunscribir en la obra de Kelsen y en la de Schmitt la problemática de las formas de gobierno, mostrando cómo los modelos conceptuales construidos por ambos autores sobre este tema representan una articulación relevante de las respectivas teorías y, conjuntamente, una expresión particularmente significativa de su contraposición, o bien, de la alternativa fundamental entre la primacía del poder.

El modelo teórico kelseniano de las formas de gobierno, no es comprensible si no es enmarcado en la concepción general del Estado como ordenamiento jurídico; es decir, como un sistema jerárquico de normas producidas por poderes que son instituidos y autorizados para producir normas para otras normas superiores. Por ello, resulta indispensable, de manera preliminar, reconstruir los principios básicos de la “teoría pura del derecho”, que en Kelsen coincide con su “teoría del Estado” y, a la identificación de sus aspectos problemáticos y, en ocasiones, aporéticos que se desprenden de la misma.

La teoría de las formas de gobierno propuesta por Kelsen, que se construye a partir de sus concepciones particulares sobre el derecho y el Estado, distingue sólo dos especies: la democracia y la autocracia. Cada una de ellas es derivada de uno de los dos principios que caracterizan los modelos posibles en que las normas pueden ser producidas, la autonomía y la heteronomía se funda la forma de gobierno autocrática. Un Estado democrático es aquel en el que se realiza de alguna manera el principio de autonomía, en la medida en que los destinatarios de los mandatos contenidos en las normas participan directa o indirectamente en el proceso de producción de las mismas. Un Estado autocrático es aquel en el cual los destinatarios de los mandatos contenidos en las normas están excluidos de dicho proceso de creación de las mismas y, por lo tanto, se encuentran en una situación de heteronomía.

Pero el análisis kelseniano de las formas de gobierno no se limita a plantear el problema desde una perspectiva descriptiva, sino que también lo aborda desde una visión axiológica y prescriptiva basada en el concepto “valor de la libertad política”, La libertad como capacidad de autodeterminación es para Kelsen, un valor intrínseco al ser humano. En la medida en que una forma de gobierno se acerque más al “ideal de libertad” expresado en la forma “pura” de democracia será valorado positivamente; en la medida en que un régimen político se aleje más de ese ideal, deslizándose hacia la forma opuesta, es decir hacia la autocracia y la “no-libertad”, su valor irá disminuyéndose. Este criterio de juicio, elaborado a través de la reconstrucción de las “mutaciones” de la libertad y afinado mediante el análisis del principio de mayoría y de la noción de representación, permite a Kelsen medir el “grado de democraticidad” de los diversos sistemas institucionales que pueden ser considerados como subespecies de la forma de gobierno democrática: el parlamentarismo y el presidencialismo. El juicio sobre las formas de gobierno a partir de su cercanía con la idea de libertad, que constituye una de las facetas menos conocidas del jurista austriaco, expresa de la mejor manera su abierta y aguerrida militancia a favor de la democracia, la cual se dio precisamente en un momento histórico (los años veinte y los primeros años treinta) en el que esta forma de gobierno padecía una profunda crisis en Europa y, particularmente, en Alemania.

Es imposible que la reconstrucción del modelo teórico de Carl Schmitt a partir de la perspectiva de su confrontación con el modelo de Kelsen, quien identifica al Estado con el ordenamiento jurídico, las categorías de la política tienden a resolverse en categorías del derecho. En Schmitt, por el contrario, el derecho se resuelve tendencialmente en lo político; no la norma como tal, sino la decisión, es decir, la voluntad política que genera la norma, es el principio fundacional y explicativo del mundo del derecho. Aun admitiendo que la situación de “normalidad”, tal como lo desea la tradición teórica y práctica del Estado de derecho “burgués”, sea aquella en la cual el poder es instituido y regulado por el derecho, para Schmitt no es una situación la que deba ser tomada en cuenta para lograr entender la esencia del mundo jurídico y político; ésta resulta evidente sólo ante la situación de emergencias y de crisis, frente al “estado de excepción”, es decir, a las circunstancias extraordinarias en las cuales la unidad de un pueblo es puesta a prueba.

La contraposición entre Schmitt y Kelsen no sólo se plantea desde una perspectiva metodológica y de principio, sino también, y ante todo, desde una perspectiva conceptual. En este sentido, la concepción que Schmitt tiene de la política es diametralmente opuesta a la de Kelsen: el sentido de la vida política no reside para Schmitt, en la búsqueda de la superación de los contrastes en el acuerdo sino, por el contrario, se encuentra en el conflicto mismo; más aún, en el conflicto extremo y antagónico. El acto eminentemente político para Schmitt consiste en establecer quién es el enemigo. Pronunciarse sobre la contraposición amigo-enemigo constituye la verdadera decisión política. Por ello, la concepción liberal de la política fundada en la concepción pluralista de la sociedad que Schmitt considera simplemente privatista, constituye para él una degradación, e incluso, una negación de la política, en la medida en la que desconoce el auténtico principio de esta última. El pueblo homogéneo que se contrapone a sus enemigos.

Dentro de este marco teórico general se coloca el análisis desarrollado por Schmitt sobre las formas de gobierno. Se trata de reflexiones poco sistemáticas y dispersas en numerosas obras; sin embargo, es posible identificar de manera nítida un hilo conductor común evidenciado en la crítica al parlamentarismo liberal- democrático que, se sostiene, pretende reducir al Estado a mera legalidad. La lógica de la forma de gobierno parlamentaria, basada en la dialéctica entre diferentes posiciones políticas, anula, según Schmitt, la posibilidad misma de una auténtica decisión política. La voluntad del Estado resultante en un gobierno parlamentario es más una volonté de Tous que una volonté genérale. La verdadera decisión es la que es tomada por un “jefe”, en el cual el pueblo confía y que se presenta como expresión y guía de este último. La atracción por el “principio del jefe” (Führerprinzip) orientó a Schmitt hacia un fino análisis del concepto de dictadura. En la célebre distinción entre “dictadura comisaria” y “dictadura soberana” se refleja la contraposición entre el poder normal y el poder excepcional; y de entre éstos sólo el segundo es capaz de expresar la esencia de la decisión política.

La construcción teórica más articulada dentro de la obra de Schmitt en relación con el tema de las formas de gobierno es la que resulta de la conjugación de los conceptos de identidad y de representación, que no son fácilmente definibles de manera clara y unívoca. La “identidad” de la que habla Schmitt es la de un pueblo considerado como una unidad política indivisible y homogénea: para Schmitt esa identidad es el verdadero principio político de la “democracia”. La “representación”, por su parte, según la concepción genérica que de ella hace Schmitt, califica el papel de los “comisarios” que “sustituyen” al pueblo en la determinación de la voluntad política, y que Schmitt reconoce como el principio político de la monarquía (y, de manera más atenuada, de la aristocracia). La forma de gobierno que, según Schmitt, logra conjugar al máximo grado a los principios opuestos, pero igualmente esenciales, de la identidad y de la representación es la democracia plebiscitaria; es decir, aquel tipo de sistema político en el cual el pueblo, considerado como algo homogéneo, se relaciona sin mediaciones con sus representantes (y de manera particular con el jefe de Estado), manifestando su adhesión a las decisiones de éstos a través de la aclamación.

La contraposición por excelencia entre Kelsen y Schmitt se manifestó a propósito de la controversia real y directa (sostenida a caballo entre los años veinte y treinta del siglo pasado) sobre el tema del “defensor de la Constitución”. La reconstrucción de dicha controversia nos permite delinear de manera nítida el contraste de los modelos teóricos kelseniano y schimittiano, tanto en el terreno de las concepciones teóricas más generales como en el plano específico de la teoría de las formas de gobierno. La toma de posición de Kelsen a favor de una Corte constitucionalidad que vigile la constitucionalidad de los actos del poder político, por un lado, y la opción escogida por Schmitt a favor de la atribución al presidente del Reich del papel de custodio de la Constitución, por otro lado, se presentan como manifestaciones consecuentes, respectivamente, del normativismo y del decisionismo; o bien, retomando una vez más el esquema conceptual de Bobbio, de las dos teorías que de manera más clara y radical atribuyen, una, la primacía del derecho sobre el poder y, la otra, la primacía del poder sobre el derecho.

Democracia plebiscitaria

Los signos distintivos de la concepción de la democracia de Schmitt frente a la de Kelsen, a pesar de la común referencia a la fórmula genérica de la identidad entre gobernantes y gobernados, son claros. Para Schmitt, la democracia es el gobierno del pueblo entendido como todo orgánico y homogéneo, como una nación que toma conciencia de su propia existencia mediante su contraposición con otras naciones. Para Kelsen, el concepto orgánico de pueblo es una ficción detrás de la cual se esconde una realidad social constituida por una pluralidad de sujetos a los que se les pide que expresen de manera individual su voluntad a través del voto.

Volviendo a Schmitt, no apenas se abandona el plano de las formulaciones ideales, la misma igualdad que es concebida por él como fundamento de la democracia se revela ficticia. En efecto, si en un primer momento Schmitt afirma que la democracia implica “la completa identidad del pueblo homogéneo, que comprende en cuanto tal a los gobernantes como a los gobernadores y niega la diversidad del Estado”, frente a la constatación de que en las democracias reales algunos mandan y otros obedecen, se ve obligado a corregirse: En efecto, señala:

En la democracia el poder del Estado y el gobierno emanan del pueblo. El problema del gobierno en la democracia consiste en el hecho de que gobernantes y gobernados pueden diferenciarse sólo dentro de la homogeneidad constante del pueblo. Eso es así dado que la diversidad entre gobernar y ser gobernado, entre mandar y obedecer, continúa existiendo, hasta en tanto que se gobierna y se obedece, es decir, hasta que existe el Estado democrático en cuanto Estado. La diferenciación entre gobernantes y gobernados no puede, en consecuencia, ser eliminada.

En la democracia real, por lo tanto, una vez que se pone de lado la identidad ideal entre gobernantes y gobernados, la referencia a la igualdad parece ser sólo un recurso útil para acrecentar, o mejor dicho para construir, la cohesión de un pueblo y la percepción de su diferencia frente a otros pueblos. La permanente invocación del pueblo (entendido de esta manera) se convierte en un poderosísimo factor de legitimación para el poder discrecional de los gobernantes.

Si encuentran la aprobación y la confianza del pueblo, al cual ellos pertenecen, su poder puede ser más severo y más duro, su gobierno más concentrado que el de cualquier monarca patriarcal o de una prudente oligarquía… [Hay quien] ha considerado a la democracia precisamente como el fundamento de un gobierno particularmente fuerte.

Este es el verdadero significado de la democracia entendida en su sentido plebiscitario: un gobierno capaz de actuar con fuerza y determinación y que es sostenido incondicionalmente por las masas que se identifican con él.

Pero a este punto, sin embargo, la distinción entre democracia y gobierno autocrático –no importa si se trate de una monarquía o de una dictadura- tiene a desvanecerse. El gobierno “democrático” en la acepción de Schmitt, fundado en la confianza “ciega” del pueblo en sus gobernantes, no es muy diferente del gobierno dictatorial; en efecto, la concepción holística del pueblo sirve de fundamento para ambas formas de gobierno.

Una dictadura –sostiene Schmitt- es posible sólo sobre un fundamento democrático, en tanto que se encuentra en contradicción con los principios del Estado de derecho liberal, puesto que es típico de la dictadura el hecho de que al dictador no le sea conferida una competencia disciplinada en general y circunscrita de manera específica a un caso concreto, sino que la extensión y el contenido de su autorización quede a su discreción, de modo que no tiene ninguna competencia determinada en el sentido del Estado de derecho […] Quien gobierna en una democracia no lo hace porque posee las características de una clase superior, que sea cualitativamente mejor respecto a una clase inferior, de menor valor […] éste gobierna porque tiene la confianza del pueblo.

Para Schmitt, la confianza del pueblo en el gobernante, que puede erigirse en dictador cuando las circunstancias lo ameriten, confiere una autorización de tipo ilimitado e incontrolado para actuar con la finalidad de garantizar la homogeneidad y la supervivencia de la nación.

En una “democracia” como la perfilada por Carl Schmitt inspirada tanto en el principio de identidad, según el cual el pueblo es concebido como un todo orgánico, como en el principio de la representación, en el sentido de que los gobernantes se presentan simultáneamente como la expresión y los agentes de ese pueblo homogéneo, también el principio de mayoría como regla para decidir debe ser redefinida.

El método de la formación de la voluntad a través de la simple determinación de la mayoría es sensato y aceptable –sostiene el autor- si es presupuesta una sustancial homogeneidad de todo el pueblo. En tal caso, no se verifica un sometimiento de la minoría, sino que el voto sirve únicamente para poner en relieve un acuerdo y una unanimidad ya existente y presupuesta, si bien en forma latente. En efecto, dado que […] toda democracia se apoya en el presupuesto de pueblo en su entereza, unidad y homogeneidad, no puede existir para la democracia misma, en consecuencia, de hecho y en la sustancia, ninguna minoría y mucho menos una pluralidad de minorías estables y constantes.

El presupuesto del que habla Schmitt consiste en que como consecuencia de su pertenencia al pueblo mismo todos quieran de igual manera sustancialmente la misma cosa. Si se desconoce el presupuesto de la indivisible homogeneidad nacional, la conformación de mayorías no sería ora cosa más que la violación, mayor o menor desde un punto de vista cuantitativo, de la minoría, superada y por ello oprimida. “Se acabaría la identidad democrática entre gobernantes y gobernados; sería la mayoría quien mandara y la minoría quien obedeciera”. Resulta evidente que una concepción similar del principio de la mayoría niega todo sentido a la idea del disenso y se presenta, por ello, como el fundamento de un poder autoritario. La minoría –a diferencia de lo que sucedía en la concepción democrática de Hans Kelsen- no tiene como tal la posibilidad de influir de ninguna manera en la conformación de la voluntad estatal; literalmente no cuenta y simplemente está obligada a uniformarse con la mayoría. Basándose en el “presupuesto” de la homogeneidad del pueblo, Schmitt teoriza en los hechos el despotismo absoluto de la mayoría; el mismo que un siglo atrás había sido advertido por Alexis de Tocqueville como la gran amenaza que encarnaba el propio sistema democrático y que, de darse, acabaría por quitarle todo sentido a la lógica libertaria que lo inspiraba.

En este punto resulta evidente, una vez más, la circularidad de las argumentaciones de Carl Schmitt, a través de las cuales una peculiar concepción de la democracia es usada para justificar el poder autocrático del jefe.

Por un lado, la identidad y la homogeneidad de una nación dependen de las capacidades de dirección y de decisión del gobernante que, como sucede en el caso del dictador, decide en el caso de excepción quiénes son el amigo y pone, de esta manera, las bases de la unidad sustancial de las capacidades de decisión del jefe-dictador. Por otro lado, una dictadura es posible sólo cuando existe una masa homogénea que, otorgándole su confianza al dictador, lo sostiene y lo autoriza para decidir. En suma, el pueblo es tal sólo si existe un soberano-jefe-dictador que crea las condiciones sustanciales de su existencia; pero el dictador existe, a su vez, sólo si hay un pueblo que lo sostiene.

Desde la óptica de Schmitt, la democracia plebiscitaria es la que garantiza de la mejor manera la cohesión del pueblo, manteniéndolo constantemente movilizado. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en la democracia liberal, en donde, por el hecho de estar fundada sobre principios individualistas, la homogeneidad que caracteriza a la primacía de lo público se disuelve en las desigualdades existentes entre individuos privados, que se agregan en grupos de interés en constante conflicto entre sí. Estas consideraciones son concurrentes para determinar una peculiar concepción de la esfera pública (Oeffentlichkeit) en el pensamiento de Schmitt:

Pueblo –dice el autor- es un concepto que se vuelve existente sólo en la esfera de la publicidad. El pueblo aparece sólo en la publicidad; no sólo, éste se produce la publicidad misma. Pueblo y publicidad coexisten; ningún pueblo sin publicidad y ninguna publicidad sin pueblo. Y precisamente es el pueblo quien produce la publicidad con su presencia. Sólo el pueblo efectivamente reunido y presente es pueblo y produce la publicidad.

La masa reunida que en virtud de su presencia pública se transforma en sujeto político no se expresa realmente, como ocurre en la democracia liberal, a través del sufragio, sino más bien a través de la manifestación espontánea de su voluntad política, mediante la aclamación.

De lo anterior se desprende que las elecciones como instrumento para externalizar la voluntad de los ciudadanos se encuentran en contraste con el principio de la “publicidad” que, según Schmitt, caracteriza a la “democracia”. Aquel sujeto que introduce su boleta en la urna ya no es un ciudadano, sino un individuo que expresa su opinión como un privado; la votación individual, para decirlo en términos de Rousseau, transforma al citoyen en un mero bourgeois. Las elecciones, sostiene Schmitt, son un instrumento útil sólo como un mecanismo auxiliar, no como el medio a través del cual se manifiesta la voluntad soberana del pueblo.

Sólo el pueblo efectivamente reunido puede hacer aquello que es específicamente propio de la actividad de este pueblo: él puede aclamar, es decir, expresar con un simple grito su aprobación o su rechazo, gritar viva o abajo, saludar con júbilo a un jefe o un proyecto.

Para Schmitt, la aclamación tiene la función de transmitirle poder del pueblo al jefe de manifestar el consenso de la masa en relación con el individuo carismático. La aclamación como modo de expresión de un pueblo homogéneo escapa a toda regulación, de la misma manera en la que el pueblo reunido, verdadero titular del poder constituyente, se encuentra por fuera y por encima de cualquier norma legislativa o constitucional. En las sociedades modernas, según Schmitt, la aclamación se presenta bajo la forma de opinión pública: “no hay democracia alguna –dice el autor- y ningún Estado sin opinión pública, como no existe ningún Estado sin opinión pública, como no existe ningún Estado sin aclamación”. Se trata naturalmente de una concepción sui generis de democracia, como subraya atinadamente Norberto Bobbio:

Que en una democracia sean muchos los que deciden, no transforma a estos muchos en una masa que pueda ser considerada globalmente, porque la masa, en cuanto tal, no decide nada. El único caso en el cual se puede hablar de una decisión de las masas es el de la aclamación, pero éste es exactamente lo opuesto de una decisión democrática.

Dos concepciones radicalmente opuestas de la política, de la Constitución y de la democracia. A eso puede reducirse –con una simplificación in extremis- la contraposición entre los modelos teóricos kelseniano y schmittiano que constituyen, de alguna manera, la expresión de los dos diversos paradigmas que sobre la sociedad y el Estado han caracterizado la historia del pensamiento político de la modernidad: el individualismo y el holismo.

El primero, el individualismo, parte de la concepción de la sociedad como un conglomerado de individuos que libremente (autónomamente) decidieron unirse entre sí y que subyace a todas las teorías contractualistas. Dicha postura presupone al individuo como “persona moral” (en el sentido típico de la filosofía política) es decir, como un ser al que se le reconoce la capacidad y la dignidad de orientar por sí mismo su voluntad y, por ello, apto para decidir su futuro.

El segundo, el holismo, asume a la sociedad como un conglomerado de individuos cuya identidad está condicionada naturalmente y, por lo tanto, excluye al elemento volitivo como presupuesto social. Para el holismo –concepción que subyace a todas las concepciones organicistas de la sociedad-, la identidad del individuo está determinada por su pertenencia a este o aquel colectivo y, por lo tanto, su destino está indisolublemente ligado al del pueblo, comunidades, sociedad, grupo, etcétera, del que forma parte.

La asunción de estas diversas posturas filosófico-políticas por parte de Hans Kelsen y de Carl Scmitt trae consecuencias radicalmente diferentes una vez aplicadas al derecho y a la función que el mismo juega al interior de una sociedad.

La defensa de la Constitución

El tema de la garantía de la Constitución juega un papel central en el ámbito de las teorías políticas y jurídicas de Hans Kelsen y de Carl Schmitt. Como ha sido sostenido por algunos estudiosos, más que una confrontación técnico-jurídica- sobre la justicia constitucional, el tema de la “defensa de la Constitución” representa la continuación y el desarrollo lógico de las respectivas teorías de las formas de gobierno elaboradas por Kelsen y por Scmitt, y de alguna manera cumple la función de “cerrar” sus correspondientes “sistemas” conceptuales. La polémica sobre la garantía de la Constitución –que fue el más conocido de los debates sostenidos entre Kelsen y Scmitt- se desarrolló en tres momentos durante el periodo a caballo entre los años veinte y treinta del siglo pasado.

En 1928, Kelsen publicó en Francia un largo ensayo titulado La garantía jurisdiccional de la Constitución, en el cual sostiene, como se verá con mayor detenimiento más adelante, que un ordenamiento jurídico coherente y que funciona correctamente necesita de la existencia de un control jurisdiccional de constitucionalidad; es decir, de un mecanismo de revisión encomendado a un tribunal específico que esté encargado de verificar que la legislación y los demás actos de creación normativa que le estén subordinados respeten los procedimientos y los contenidos específicos que establece la Constitución y, en caso de que así no ocurra, remedie esa situación a través de la anulación de esos actos.

En 1931 Schmitt publica, a manera de respuesta al ensayo kelseniano de 1928, La defensa de la Constitución, en donde considera también la necesidad de un control constitucional que, no obstante, no debe ser ejercido a través de la intervención de un tribunal –como proponía Kelsen-, sino que esa función de garantía debería estar encomendada al jefe del Estado. A este último le correspondería, en términos de Schmitt, la función de “pouvoir neutre” que Benjamin Constant, un siglo antes, le había atribuido a la figura del rey en una monarquía constitucional.

La réplica kelseniana a las tesis sostenidas por Schmitt no se hizo esperar, y en el mismo año de 1931 ve la luz ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, texto en el que se articula una cuidadosa crítica a las ideas schmittianas, además de replantear de manera enérgica la solución planteada por la Constitución austriaca de 1920 de “defender la Constitución” a través de una específica Corte Constitucional.

Intentemos reconstruir en sus grandes líneas las propuestas planteadas por los dos autores sobre este tema para luego intentar circunscribirlas en sus respectivas teorías políticas. La esencia de la teoría keynesiana de la garantía constitucional tiene que ser buscada en la concepción del ordenamiento jurídico como un sistema jerárquico de normas (Stufenbau) que, al estar supraordenadas la una a la otra, regulan su propia creación instituyendo poderes jurídicos (Rechtsmächte) autorizados para crear normas inferiores.

En el vértice de esta “escalinata de normas” encontramos a la Constitución (es decir, la norma fundamental entendida en su sentido “jurídico-positivo”), que se presenta como la primera norma positiva del ordenamiento jurídico y, por ese mismo hecho, como la fuente de validez directa o indirecta de todas las normas que le son inferiores. La Constitución establece los procedimientos de creación normativa pero puede también determinar los contenidos fundamentales a los cuales normas inferiores deberán ajustarse. Del respeto de los procedimientos y, en su caso, de los contenidos establecidos por la Constitución depende así la validez de las normas que componen un ordenamiento determinado. En tal virtud, una norma creada por un poder no autorizado (es decir, carente de una Ermächtigung), o bien creada por la autoridad competente, pero sin respetar los principios formales y sustanciales establecidos en la Constitución, debe ser considerada como inválida y por lo tanto nula, lo que equivale a decir que es jurídicamente inexistente.

Si atendemos a la estructura a grados del ordenamiento jurídico, por debajo de la Constitución encontramos colocadas en una relación de subordinación las normas de carácter general (leyes o reglamentos). Esa situación de correspondencia que existe entre la Constitución y las normas que le son inmediatamente inferiores, que constituye el fundamento de validez de estas últimas, es conocida como constitucionalidad. La inconstitucionalidad de una norma, es decir, su falta de coherencia con las reglas establecidas por la Constitución, puede ser de tipo formal o material, dependiendo de si no fueron respetados los procedimientos preestablecidos para su creación o de si los contenidos plasmados en dicha norma no coinciden con los establecidos en la Constitución.

El tipo de relación jerárquica que existe entre las normas pertenecientes a los grados sucesivos del ordenamiento jurídico (la validez de una norma derivada de una ley, por ejemplo) depende del hecho de que su creación se haya dado siguiendo las reglas y de conformidad con los contenidos establecidos por la ley de la cual se derivan. Esta ulterior correspondencia inferior a la que media entre la Constitución y una ley, coincide con el fenómeno jurídico que es comúnmente conocido como legalidad. Así, debemos distinguir los sentidos de concepto de legalidad: uno lato sensu. El primero, que corresponde con el principio de legalidad que inspira el así llamado “Estado de derecho”, significa, en términos generales, la congruencia de los actos de las autoridades con los contenidos de las disposiciones legales que regulan su actuación (tanto a la Constitución como al resto de las normas –leyes y demás disposiciones inferiores- del ordenamiento jurídico). Por su parte, el concepto de legalidad stricto sensu hace referencia explícita al deber de cualquier autoridad estatal de apegar sus actos a lo establecido por cualquier norma inferior a la Constitución (que, por su parte, vendrá a determinar el vínculo específico de constitucionalidad).

De cualquier manera, en última instancia, y dada la estructura jerárquica del ordenamiento jurídico, todas las normas dependen directa o indirectamente de las Constitución por lo que tiene que ver con su validez. Una violación de la legalidad es, al mismo tiempo, una violación indirecta de la constitucionalidad, desde el momento en el que todas las normas de un sistema determinado pueden ser reconducidas, in finis, a la Constitución. La transgresión de las reglas formales o sustanciales establecidas por la Constitución puede ser causada por actos “directamente derivados de la Constitución”, en cuyo caso se habla de una inconstitucionalidad inmediata; o bien por actos o normas no regulados directamente por la Constitución, sino por otras normas inferiores, caso en el cual se verifica una inconstitucionalidad mediata. Del vínculo de dependencia existente entre la legalidad y la constitucionalidad se deriva la que Kelsen denomina “regularidad” del sistema jurídico, es decir, “la relación de correspondencia entre un grado inferior y un grado superior del ordenamiento jurídico”.

De esta manera, la llamada “garantía de la Constitución” está destinada, según Hans Kelsen, a preservar la “regularidad” del ordenamiento, a través de la tarea de verificar la correspondencia entre las leyes y la Constitución e indirectamente, de todas las normas inferiores con esta última. La función de la garantía de la Constitución es, en pocas palabras, la de mantener la coherencia formal y sustancial del ordenamiento jurídico en su conjunto, anulado para ello todas las normas y actos inconstitucionales.

Por su parte, Carl Schmitt retoma el tema de la garantía de la Constitución planteado por Kelsen pero lo enfoca de una manera radicalmente distinta. Ello es así porque el concepto de Constitución al que el primero hace referencia no tiene nada que ver con la idea que maneja el segundo. Tener este hecho en cuenta resulta fundamental para nuestro análisis en la medida en la que, al cambiar el objeto que debe ser “custodiado”, cambia el significado te la idea misma de garantía y, naturalmente, las conclusiones a las que llega cada uno de los juristas a los que nos referimos son totalmente distintas.

El significado que Schmitt le da a la idea de Constitución, entendida como la “decisión total sobre la especie y la forma de la unidad política de un pueblo”, es el resultado de su concepción organicista de la sociedad. La Constitución no es una norma (o, en su caso, un conjunto de normas) que establece los principios fundamentales con base en los cuales se regula la vida social, sino más bien es la expresión de la presunta unidad de un pueblo que “adquiere conciencia de su existencia colectiva”. En consecuencia, custodiar a la Constitución no significa para Schmitt lo que ordinariamente se conoce como garantizar la “constitucionalidad de las normas”, sino, por el contrario, proteger la unidad y, por ello, la existencia política de un pueblo. Esta particular concepción revela, una vez más, el profundo rechazo que Schmitt profesa a las concepciones normativistas. Los conceptos schmittianos del derecho, en general, y de Constitución, en particular, rebasan el ámbito normativo y asumen connotaciones existenciales. Para Schmitt, la Constitución existe más allá de las normas positivas, desde el momento en que representa la manifestación de la unidad de un pueblo, la cual debe poder existir y por ello ser protegida incluso en las situaciones excepcionales en las cuales las normas dejan de tener eficacia.

Por lo demás, el distinto significado de Constitución sostenido por cada uno de los dos autores es la consecuencia natural de dos modos totalmente opuestos de concebir el derecho, a la política y, sobre todo, a la sociedad.

Por una parte encontramos una visión, la de Kelsen, abiertamente declarada como Relativista, para la cual el pluralismo es un dato de hecho en las sociedades modernas que debe ser reconocido, pero que además representa al mismo tiempo un valor que debe custodiarse. La Constitución en estas condiciones representa el conjunto de las reglas que permiten la convivencia pacífica entre los individuos, que son diversos en sus opiniones políticas, filosóficas y religiosas, en el marco del derecho. En este caso, la política es concebida como la constante búsqueda de la convivencia pacífica, que para ello hace uso del instrumento jurídico por excelencia: las normas.

Por otro lado encontramos la posición de Carl Schmitt, para quien el pluralismo representa una especie de enfermedad que corrompe y disuelve la unidad del pueblo. Este último es concebido no como una mera suma de individuos, sino como un sujeto colectivo unido por el reconocimiento de vínculos de afinidad que le permiten identificarse y, precisamente por ello, diferenciarse respecto de otros pueblos. Es justamente en esa diferenciación frente a los otros –diferenciación que constituye el punto de partida para una contraposición y para el combate a los contrarios- lo que define a juicio de Schmitt a la política. La posibilidad de que nazcan y se manifiesten diferentes orientaciones políticas al interior de cada pueblo debe ser categóricamente excluida si no se quiere llegar a la fragmentación y, con ello, a la “muerte política” de la nación. En este caso, el pueblo es la única masa homogénea que sólo puede distinguirse cuando se compara con otras masas diversas que son igualmente homogéneas hacia su interior.

Por lo que hace a la Constitución, en esta concepción, ésta no es otra cosa más que la forma a través de la cual “existe políticamente un pueblo”. La propuesta kelseniana de una Corte encargada expresa y específicamente del control y de la constitucionalidad de las leyes y de los actos ejecutivos del poder público se inspira, como reconoce el mismo Kelsen, en el Tribunal Constitucional instituido por la Constitución austriaca de 1920. Este autor piensa así en lo que se ha llamado “control de constitucionalidad” de tipo “centralizado”. Este tipo de control no debe ser difundido con el tipo “difuso” establecido por la Constitución norteamericana de 1789, el cual le concede a todos los jueces la capacidad de resolver sobre la constitucionalidad de las normas y de decidir, en consecuencia, si aplicarlas o no. En un sistema como el norteamericano, fundado en el case law, la decisión de un tribunal en particular de no aplicar una norma juzgada inconstitucional puede tener el efecto concreto de una virtual nulidad de la misma. Por el contrario, en un sistema como el “europeo continental”, en donde cada precedente judicial en lo individual no tiene “fuerza de ley”, el control difuso no representa un sistema de garantía constitucional realmente eficaz: ésta es la razón por la que Kelsen sostiene la convivencia de un control centralizado que permita, a través de la sentencia de inconstitucionalidad de una norma, por parte de un tribunal especializado, la anulación de ésta.

Un sistema centralizado de constitucionalidad –sostiene Kelsen- “puede ser encomendado sólo a un órgano supremo central”, un tribunal constitucional creado expresamente para ello. Esta decisión es motivada por la exigencia de que el poder de anular los actos inconstitucionales adoptados por el Parlamento o por el gobierno sea confiado a un órgano diverso e independiente de cualquier otra autoridad estatal. “La función política de la Constitución –afirma- es la de poner límites jurídicos al ejercicio del poder, y garantía de la Constitución significa certeza de que estos límites no serán rebasados”; por ello, ningún órgano es menos idóneo para cumplir con la tarea de custodiar a la Constitución que aquel que tiene el poder político para violarla. De esta manera, el principio de que “nadie puede ser juez en su propia causa” es el que lleva a Kelsen a proponer como garante de la Constitución a un órgano ajeno a la aplicación cotidiana de ésta. El Parlamento y el gobierno, en cuanto son órganos que participan en la tarea legislativa, son precisamente los principales poderes –aunque no los únicos- que deben ser controlados mediante el procedimiento de garantía constitucional, por lo cual, de conformidad con el principio referido, la revisión de sus actos no puede ser atribuida a alguno de sus miembros.

La naturaleza jurisdiccional del control de constitucionalidad es justificada por Kelsen, además, con base en su convicción de que la interpretación de la Constitución es una tarea estrictamente jurídica y, por esa razón, debe ser confiada a técnicos del derecho, como es el caso de los jueces. Resta el hecho, no obstante, de que los jueces ordinarios podrían, a través de resoluciones contradictorias, por lo que se hace necesario crear expresamente un tribunal que concentre de manera exclusiva la tarea de controlar la constitucionalidad del sistema jurídico, y no confiar esta competencia a los tribunales ordinarios. El enorme poder derivado del ejercicio del control de constitucionalidad no escapa a la atención de Kelsen, todo lo contrario; es precisamente en razón de ese poder que sostiene que esa función no debe ser atribuida ni al órgano legislativo. Ello significaría, en efecto, contravenir el principio de la división de poderes que se funda en la idea de los pesos y contrapesos (checks and balances) entre los diversos órganos del Estado, que es esencial para la democracia.

Schmitt rechaza la opción de Kelsen a favor de un tribunal constitucional en la medida en la que –sostiene- la garantía de la Constitución es una función política y no meramente jurisdiccional. Quien propone la institución de un tribunal constitucional en Alemania, afirma Schmitt, lo hace inspirándose en la figura de la Suprema Corte establecida por la Constitución norteamericana, sin darse cuenta que ese órgano “es todo menos una corte constitucional”; éste es en realidad el verdadero y propio centro del poder de decisión de una forma de Estado que Schmitt califica como “jurisdiccional”. Pretender crear un tribunal de ese tipo en una República como la de Weimar sería, según Schmitt, un grave sinsentido que acarrearía la peligrosa consecuencia de politizar a la jurisdicción. Una vez más, Schmitt concibe los planteamientos de Hans Kelsen como una expresión de la “doctrina burguesa” del Estado de derecho, para la cual el contraste entre los intereses privados presentes en la sociedad deben ser resueltos por las instancias jurisdiccionales, a través de la interpretación y la aplicación de las normas. Las garantías de la Constitución, sostiene Schmitt, no debe ser considerada como una instancia para la solución de intereses privados contrapuestos, sino más bien como la protección de la unidad del pueblo “en contra de los peligros de todo determinados y concretamente temidos” que provienen fundamentalmente de la acción del Poder Legislativo; protección que no es posible con el recurso privatista de resolver los conflictos gracias a la actuación de un tribunal.

Para Hans Kelsen estas afirmaciones de Carl Schmitt son “el típico galimatías de teoría jurídica y política del derecho”, porque la decisión de un juez es en realidad tan “política” como lo es un acto del legislador o de un miembro del gobierno, en la medida en que todos ellos no son otra cosa sino creadores de derecho; todos estos actor, según este autor, implican una decisión que de alguna manera puede ser calificada como “política” La diferencia entre el carácter político de los actos de un juez y de los legisladores y gobernantes es de tipo cuantitativo y no cualitativo, como sostiene, por el contrario, Carl Schmitt. Para Kelsen, “toda controversia jurídica es una controversia política, y todo conflicto que sea calificado como conflicto de intereses, de poder o político, puede ser decidido como una controversia jurídica”. Y es precisamente por el hecho de contener un excesivo grado de politización que la función de control de constitucionalidad debe ser atribuida a un tribunal, esto es así porque en la medida en la que un tribunal es extraño a los eventuales conflictos e intereses políticos que se manifiestan en el seno del gobierno y el parlamento, puede evitar sobrecargar políticamente la decisión sobre la constitucionalidad de una norma.

Por su parte, Schmitt, la opción de atribuir la función de control de la Constitución alemana al presidente del Reich es una respuesta inevitable frente a la incapacidad de decisión característica del sistema parlamentario y al nocivo pluralismo político del que esta forma de gobierno es expresión. Para este autor, la transposición es la escena política del pluralismo que caracteriza a las sociedades modernas (que no es otra cosa sino la proyección del contraste de los intereses privados que se manifiestan en ellas), y a partir del cual se deriva el sistema parlamentario del “lábil Estado de partidos” (Labielen Parteinstaad), es una amenaza sumamente peligrosa que debe ser acotada. La función del defensor de la Constitución es precisamente la de mantener a raya los intereses privados representados por el Parlamento y de garantizar, de esta manera, la integridad y la homogeneidad de la nación. Desde la perspectiva de Schmitt, si el Parlamento, debido a su tendencia al compromiso, representa un peligro potencial para el Estado, una Corte no puede ser un instrumento adecuado para cumplir con una tarea que es fundamentalmente “política”, como es el caso de la defensa de la Constitución. En consecuencia, no resta sino confiar esa función al gobierno y, más específicamente, al jefe del Estado.

Haciendo del presidente del Reich el punto central de un sistema plebiscitario como también de las funciones e instituciones políticamente neutrales, la Constitución vigente del Reich busca desprender, precisamente del principio democrático, un contrapeso al pluralismo de los grupos de poder social y económico y defender la unidad del pueblo como totalidad política.

Un estado fundado en la constante búsqueda del compromiso entre las diversas corrientes políticas (precisamente aquello que para Kelsen constituye la esencia de la democracia), para Schmitt no es solamente un Estado capaz de gobernar y de sobreponer a los intereses de la nación, sino también un Estado en el que las diversas opiniones corren continuamente el riesgo de radicalizarse y de generar la contraposición política fundamental (amigo-enemigo) al interior de ese país, pulverizando la unidad del pueblo y creando de esta manera un escenario de una potencial guerra civil. Por ello, según Schmitt “además de las fuerzas meramente partidistas, si la unidad estatal no quiere disolverse en una correlación pluralista de complejas fuerzas sociales”. Es necesario un poder capaz de tomar las decisiones y al mismo tiempo ser neutral (en donde neutralidad debe entenderse como el atributo de un órgano institucional y no de la persona que es su titular. Sólo un poder de ese tipo puede cumplir, a cabalidad, según Carl Schmitt, la función de ser el defensor de la Constitución.

La neutralidad y la capacidad de mando no son, por lo tanto, incompatibles según Schmitt: al contrario, es precisamente la neutralidad, entendida como la capacidad de representar a todos los componentes de un pueblo más allá de los intereses privados, el elemento de fuerza que permite decidir de manera eficaz e incontrastada. Este papel de poder neutral es, para Schmitt (que se inspira de manera declarada, por él mismo, en la teoría del pouvoir moderateur de Constant), el que cumplía el rey en las monarquías constitucionales y que, en una República parlamentaria como la de Weimar, le corresponde indudablemente al presidente.

El papel neutral que juega el presidente del Reich se deduce, además, según Schmitt, del hecho de que, de conformidad con el artículo 48 de la Constitución de Weimar, el presidente es elegido directamente por los todos los ciudadanos, situación que lo convierte en el representante unitario de todo el pueblo alemán. Este fundamento “plebiscitario” de la neutralidad del presidente es, para este autor, la fuente primigenia de su capacidad de mando y decisión.

El hecho de que el presidente del Reich sea el defensor de la Constitución, resulta por sí solo del principio democrático sobre el cual se basa la Constitución de Weimar. El presidente del Reich es elegido por todo el pueblo alemán, y sus poderes políticos frente a las instancias legislativas) especialmente el de la disolución del Reichtag y de la realización de un referéndum), son en los hechos, solamente un “llamado al pueblo”.

Para Schmitt, la tarea de defensa de la Constitución significa mucho más que la simple garantía constitucional: el hecho de querer conferirle ese poder al presidente lo convierte en la verdadera guía política del pueblo alemán. Esa función de guía es evidente, según Schmitt, por el hecho de que al presidente, en la medida en que es la expresión de la unidad política del pueblo y por ello es una emanación directa de la voluntad de éste, le es atribuido el poder decisional que se describe en el artículo 48 de la Constitución alemana de 1919. Se trata de un poder del todo excepcional que también prevé, incluso la posibilidad de suspender las garantías constitucionales. Este poder “dictatorial” en manos del presidente no contrasta, según Schmitt con el carácter democrático del Estado que instituye la Constitución de Weimar; por el contrario, el verdadero significado de la democracia plebiscitaria está contenido en la figura del presidente como guía política del pueblo. Por esta razón la función de garantía de la Constitución atribuida a la presidente-dictador va más allá de los límites normativos establecidos en las leyes constitucionales cuando la finalidad de esa extralimitación legal sea legítima tarea de salvaguardar la existencia y la unidad del pueblo.

Para Kelsen, el pretender presentar al presidente como un poder neutral que, en virtud de su elección directa por parte de los ciudadanos, expresa la voluntad unitaria del pueblo es una típica ficción pseudodemocrática que no toma en cuenta el hecho de que, en realidad, esa elección se produce a través de mecanismo –tantas veces refutado por Schmitt- de la votación secreta e individual y no mediante una “espontánea aclamación” de las masas. Además, no hay que olvidar que el presidente elegido por una mayoría (y en ocasiones, eventualmente, hasta por una minoría) de los electores que están en “lucha” con otro grupos de electores; en la virtud, pretender ver en su designación por la vía electoral la manifestación de la voluntad del pueblo entero y, más aún, presentar las decisiones del presidente como la expresión concreta de esa voluntad unitaria –tal como hace Schmitt- significa simplemente cerrar los ojos frente a una realidad evidente.

Es claro que los dos mecanismos de control de constitucionalidad propuestos respectivamente por Hans Kelsen y por Carl Schmitt son el resultado coherente de dos concepciones totalmente opuestas del Estado y, sobre todo, de la democracia.

Por un lado encontramos una concepción garantista, la que sostiene Kelsen, que propone un mecanismo de control del poder político al interior de un sistema democrático; para ello se parte de una interpretación de la democracia que considera cosustancial a ésta la búsqueda permanente de un equilibrio entre los diversos órganos del Estado, para procurar evitar que un exceso de poder en manos de uno o en otro lo ponga en el grado de infringir las reglas de la convivencia y de lesionar los derechos garantizados por la Constitución. El galantismo que subyace a esta concepción de la democracia está enfocado esencialmente a la protección de las minorías frente a los eventuales abusos por parte de la mayoría. Para Kelsen, como es sabido, el sistema democrático favorece la posibilidad de un compromiso entre los diversos grupos que sostienen opiniones políticas diferentes: es, pues, un sistema que le permite a todos expresar su propia orientación y opinión política y tener voz y peso en los procesos de formación de la voluntad colectiva. La fundación de garantía o de “defensa” de la Constitución tiene que estar encaminada, por lo tanto, a la protección de los derechos de las minorías, ante todo del derecho a no padecer la tiranía de la mayoría.

Si la esencia de la democracia consiste no ya en la omnipresencia de la mayoría, sino en el constante compromiso entre los diversos grupos que la mayoría y la minoría representan en el Parlamento y, por lo tanto, la paz social, la justicia constitucional se presentan como el instrumento idóneo para realizar esta idea.

En el pensamiento de Kelsen, “garantía de la Constitución” y democracia son conceptos talmente interconectados que el control de constitucionalidad asume la tarea de encarnar el último criterio con base en cual se decide “la gran antítesis entre democracia y autocracia”.

Del lado opuesto encontramos la concepción de Schmitt, con base en la cual la función de defensa de la Constitución es atribuida a un jefe, el presidente, que es elegido directamente por el pueblo y, por ello, es considerado como el verdadero representante y garante de la unidad nacional: un órgano monocrático y unipersonal capaz de expresar la “voluntad general” de ese pueblo y de “guiarlo” políticamente. En el pensamiento de Schmitt, la función de garantía de la Constitución, considerada en el marco de la concepción plebiscitaria de la democracia (misma que encuentra su fundamento último en la mística ficción de la aclamación de un jefe por parte de su pueblo), se funde y se confunde, en última instancia, con la capacidad de asumir concreta y efectivamente una decisión “política”. La figura del “defensor de la Constitución” tiende a coincidir, así, con la del “dictador”, que, distinguiendo entre el amigo y el enemigo, “salva” mediante su acción y su fuerza al pueblo frente a sus contrarios.

La construcción teórica schmittiana implica esta vertiente que la conduce a resolverse y confundirse, en última instancia, en la idea del poder autocrático de un dictador, jefe y guía política del pueblo. A pesar de que esta figura, por definición, rebase lo que comúnmente consideramos como la esfera normativa, para Schmitt debe seguir siendo considerada como un aspecto del “derecho”. En realidad, llegando a su punto culminante, el pensamiento schmittiano nulifica la posibilidad de distinguir entre el mero hecho concreto, la imposición de la fuerza y la racionalidad y previsibilidad con que necesariamente debe contar el derecho. Cualquier imposición de facto puede convertirse en derecho, anulando así uno de los principios fundamentales de la convivencia social: la necesidad de reglas jurídicas ciertas, claras y predefinidas que normen la vida colectiva. En la concepción schmittiana, la certeza jurídica, e incluso la misma regulación social, son expuestas al riesgo de sucumbir frente al poder arbitrario, ilimitado e incontrolable, en suma autocrático, de un sujeto que sepa y que tenga la capacidad de imponerse a los demás, y eso, la mera fuerza, desde nuestro punto de vista, es todo menos derecho.

[Selección de Derecho y poder. Kelsen y Schmitt frente a frente, Fondo de Cultura Económica, 2009.]

Lorenzo Córdova Vianello es Licenciado en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México.

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Acerca del autor:
Lorenzo Córdova Vianello
Claves de la Razón Práctica

Acerca del libro:
Derecho y poder
Lorenzo Córdova Vianello