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El gran violonchelista Carlos Prieto relata el drama emocional vivido por el compositor en la era soviética y su peculiar disidencia musical

Fecha:
28/05/2014
Carlos Prieto, uno de los violonchelistas más reconocidos hoy en el mundo, conoció a Dmitri Shostakóvich en 1959 durante la visita a México de una delegación soviética encabezada por el entonces número dos del régimen, Anastás Mikoyán. El famoso intérprete se encontró con un Shostakóvich nervioso, lleno de tics. Se amasaba permanentemente las manos. Prieto empezó a intuir por qué su música le había entusiasmado tanto como desconcertado cuando la conoció -él iba para ingeniero- siendo estudiante del MIT en Cambridge. Prieto es, además de virtuoso violonchelista, escritor de fuste y ágil estilo del que dio muestra en su impagable libro Las aventuras de un violonchelo, donde reconstruía la historia de su Stradivarius Piatti de 1720. Ahora se ha propuesto explicar, en lo posible, la figura del compositor ruso que le sedujo desde su juventud en el volumen 'Dmitri Shostakóvich. Genio y drama', que publica el Fondo de Cultura Económica.
Nacido en San Petersburgo (pronto Leningrado) en 1906, aún bajo el yugo de los Romanov, era un niño durante la Revolución de Octubre. Comenzó a estudiar música tarde, a los nueve años, pero su madre descubrió perpleja que poseía una asombrosa capacidad para aprender y para recordar en todos sus detalles cualquier obra que escuchara, don que suele denominarse "oído absoluto". A los 18 años se gradúa en el conservatorio y estrena su Primera Sinfonía, obra que le abre las puertas de la celebridad. No podía sospechar entonces lo difícil que le iban a poner las cosas las nuevas autoridades soviéticas. Acuciado por necesidades económicas tras la muerte de su padre y halagado por recibir encargos del Estado con apenas 20 años, el tímido e inseguro Shostakóvich compone dos "sinfonías proletarias" -como las llama Prieto- fruto de una confianza comprensible en el estrenado régimen. Al mismo tiempo, escribe otras obras, como la ópera satírica La nariz, que le interesan más y le permiten experimentar con más libertad caminos musicales nuevos.
Pero se acercaban los tiempos del Terror. Stalin mandaba asesinar a sus adversarios reales e imaginarios, a los que habían sido sus amigos hasta ayer. El más nimio motivo significaba la deportación a Siberia y las autoridades culturales imponían estrictas reglas contra el arte formalista y burgués. Todo se torció para el flamante compositor una noche de enero de 1935, cuando el Gran Conductor se presentó en el Bolshói a ver su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, en la que se había volcado mientras despachaba rutinariamente la música para varios espectáculos de las juventudes del Partido.
Stalin no mandó llamar a Shostakóvich ni en el primer intermedio, como era costumbre, ni en el segundo, tampoco al terminar el tercer acto. El autor se tapaba la cara cubierta de sudor mientras Stalin salía del palco murmurando: "¡Esto no es música sino caos!". Dos días más tarde, un editorial de Pravda describía la ópera como "una corriente confusa, deliberadamente disonante de sonidos" y concluía con una admonición que, en el tiempo de las purgas indiscriminadas de millones de rusos, sólo podía interpretarse como una amenaza directa: "Estos juegos incomprensibles pueden terminar muy mal". Gorki escribió entonces que el artículo autorizó a "cientos de personas sin talento, escritorzuelos de todo tipo, a perseguir (...) al compositor soviético contemporáneo de más talento".
Cuando logró reponerse del susto, Shostakóvich acometió su Cuarta Sinfonía, una obra musicalmente muy atrevida y cuyo "carácter dramático y pesimista violaba todas las normas artísticas fijadas por el partido", recuerda Carlos Prieto. La música del realismo socialista debía de ser alegre y optimista por decreto.
El músico se vio obligado a cancelar el estreno de la sinfonía para evitar una desgracia. "Como tantos otros en aquellos años, tenía preparada una pequeña maleta y esperaba angustiado a que cualquier noche, muy tarde (...), los órganos de seguridad tocaran a su puerta". Por alguna razón que Prieto no se acaba de explicar, Stalin nunca llegó a tocar a Shostakóvich, igual que transigió con Pasternak.
La Quinta Sinfonía, bellísima pero de corte más tradicional -la más interpretada de su repertorio hasta hoy-, supuso la primera rehabilitación del compositor, que presenció pálido y mordiéndose los labios cómo el público lloraba al escucharla. Para congraciarse con las autoridades, tuvo que aceptar el capcioso subtítulo que le endosaron a la obra: Respuesta creativa de un artista a una crítica justa. Shostakóvich volvía a ocupar el trono de los artistas soviéticos. Mucho se le ha criticado su falta de carácter, su ambivalencia hacia el poder que tanta tensión emocional -y seguramente tantos tics- le produjo, pero no conviene olvidar que el miedo todopoderoso llevó a Ósip Mandelstam a escribir una Oda a Stalin que no le libró de ser deportado poco después, y a Jatchaturian y Prokófiev a confesar sus pecados de formalismo al tiempo que prometían partituras más normales.
Como escribe el novelista Jorge Volpi en el prólogo al libro de Prieto, "resulta absurdo querer demostrar que Shostakóvich fuese un mero peón del comunismo o un sagaz (aunque discreto) crítico de la Unión Soviética, puesto que lo más probable es que (...) fuese alternativa o simultáneamente las dos cosas: un colaboracionista y un prisionero". La Segunda Guerra Mundial relajó la represión interna del Gran Líder, que ahora disponía de un enemigo real e identificable en el exterior. El compositor se ganó su sacralización (provisional) escribiendo los tres primeros movimientos de su Séptima Sinfonía bajo las bombas nazis que sacudían Leningrado. El Gran Líder en persona ordenó evacuar de la ciudad a la poeta Ana Ajmátova y a Shostakóvich, que terminó la obra en Samara. La partitura microfilmada voló de Moscú a Teherán, de allí fue por tierra a El Cairo y luego de nuevo en avión a Casablanca, donde la recogió un barco de guerra norteamericano que la llevó a EEUU. Allí la estrenó Arturo Toscanini.
Shostakóvich se empeñaba en responder con su música, que no con su actitud ni con sus declaraciones, a los excesos totalitarios que aplastaban al individuo. Cuando, terminada la guerra, arreció la ofensiva de Stalin y su esbirro Zhdánov contra los artistas "antidemocráticos", nuestro autor se puso de nuevo la diana en la frente al escribir obras que no describían adecuadamente la euforia del pueblo por la victoria. Ahora no se contentaron con prohibir su música; también le privaron de sus ingresos como profesor en los conservatorios de Moscú y Leningrado al destituirle por "negligencia profesional". Tuvo que humillarse como "un parásito, un títere", según sus propias palabras, en la particular caza de brujas montada en 1948 por Zhdánov y leer una declaración ignominiosa. En años sucesivos le tocó hacer el mismo papelón en Nueva York, donde criticó a Stravinski a pesar de lo mucho que lo admiraba, y en Edimburgo. Forzado a escribir la música de películas nefastas como La caída de Berlín, una hagiografía de Stalin, o el atroz oratorio La canción de los bosques, Shostakóvich reservó su fenomenal talento para partituras que guardaba directamente en el cajón a la espera de tiempos mejores. Por ejemplo, sus canciones sobre poesía popular judía -escrita en vísperas de cruentos pogromos- o la cantata satírica Rayok, desempolvada por su viuda Irina en los años 80, que de haberse conocido en tiempos de Stalin habría significado la pena de muerte para su autor.
La muerte del Gran Líder dio paso al relativo deshielo de la era Kruschov. El régimen se empeñó en restituir a Shostakóvich como su compositor oficial y lo agasajó con su máximo distinción, el Premio Lenin, lo que mejoró considerablemente su posición económica. En 1960 se supo que iba a ingresar en el Partido Comunista. Sus admiradores y la intelligentsia rusa que le había perdonado que firmara declaraciones vergonzantes sin leerlas (pero sabía también de sus gestiones en favor de Solzhenitsyn, Brodsky o Vainberg) recibe la noticia con consternación, acaso sin saber que la afiliación era obligatoria para presidir la Unión de Compositores, como era el deseo imperativo de Kruschov.
Esta nueva capitulación puso a Shostakóvich al borde del suicidio, según relata su amigo Lev Lebedinski, y le dictó, como siempre, una "respuesta musical": su Octavo cuarteto de cuerdas, que suena como un réquiem por sí mismo, al que siguió una de aquellas obras que tanto defraudaron a Prieto en el MIT, la grandilocuente Sinfonía nº12.
La doble vida musical del compositor le llevó a tentar de nuevo la suerte con la siguiente sinfonía, la 13ª, que su amigo Rostropóvich se llevó clandestinamente a Estados Unidos. Para cuando Brézhnev congeló la apertura de su antecesor, Shostakóvich se sentía demasiado cerca del fin como para andarse con juegos. Compuso "según los dictados de su fuero interno", sin preocuparse de "las estúpidas normas de los burócratas del arte".
Siempre desconcertante, el genio, bien que muy debilitado por el cáncer, accedió a firmar una declaración contra Sájarov. Creía que los actos de los disidentes eran inútiles, posición que le distanció de Solzhenitsyn, un luchador nato que -a diferencia de él- peleaba en su obra y en su vida y que resumió así el drama de nuestro hombre: "Shostakóvich, ese genio con grilletes (...). Un genio trágico, una ruina humana digna de compasión (...) cuya música se mete en nuestras almas".

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Acerca del autor:
Pedro Unamuno
El Mundo

Acerca del libro:
Las aventuras de un violonchelo
Carlos Prieto