Fecha:
14/07/2014
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El 20 de abril de 1904, el año de su muerte, un ya muy enfermo Antón Chéjov le escribe, desde su penúltimo exilio terapéutico en Yalta, a su mujer en Moscú: "Me preguntas: ¿qué es la vida? Es como si preguntases: ¿qué es una zanahoria? Una zanahoria es una zanahoria, y no sé más de ella" ¿Por qué una zanahoria?
Cabe conjeturar: ¿por la aparente facilidad con la que esa cosa se entrega por completo, y se posiciona frente al sujeto como algo sin aspectos, sin requerimientos de transcurso? ¿Y por qué eso es así? Chéjov, que fue jardinero además de médico y hombre de letras, no hubiera elegido, a buen seguro en su estado, flor alguna como metáfora, fundamentalmente porque para continuar en su ciencia, en su descripción, a él mismo ya no le quedaba tiempo. La zanahoria, por el contrario, parece condensar en presencia abarcable insignificancia completa, y por eso sirve para el desaire. Parece que la zanahoria, lejos de ser, como el "árbol", algo susceptible de implicar para quien lo contempla una "dimensión teórica incalculable" (así lo leemos en uno de los textos que integran la obra que aquí se presenta, en contraste con el artefacto, de significatividad calculable, en tanto se recoge en diagrama, programa o plano), responde mejor a la función del melón que protagoniza un mito tomado por Flaubert en su viaje a Egipto, y que Hans Blumenberg cita en otro de los meandros de su persecución descriptiva del sentido de la construcción conceptual mundo de la vida: constituir un fondo de máxima familiaridad para mejor trazar los perfiles del milagro. En el caso del mito del que se hace eco Flaubert, milagro literal, pues la narración cuenta que "Dios los transformó -a los melones- en piedras" de aspecto inusitado. En el de la zanahoria de Chéjov, algo con parecidos efectos de transubstanciación, o todavía más formidables: ser cifra de la misma "vida", aunque dicha capacidad abarcante se emplee en este caso únicamente para cuestionar el tacto puesto en implicar a un moribundo en tales pronunciamientos sobre totalidades.
El mundo de la vida es el lugar del que podemos extraer zanahorias que metabolizan la vida, o pan que significa al dios, u océanos que se ponen por la misma inasibilidad del objeto para el sujeto de conocimiento. Es el lugar, por tanto, de la metáfora, o más exactamente: el lugar del cual aquello a posteriori distinguido y conceptuado como metáfora obtuvo su plausibilidad (su "estar en el aire", su "estar en la punta de la lengua"), exhibiendo pero no explicando su capacidad de dibujar las dificultades del concepto. Los siete textos que se agrupan bajo el título Teoría del mundo de la vida (Theorie der Lebenswelt, de 2010; TmV de aquí en adelante), y que suponen, al decir de su editor Manfred Sommer, la totalidad de los inéditos que Blumenberg dedicó explícitamente a este constructo terminológico, exploran ese espacio lógico en el que la oquedad propia del teorizar, en cualquiera de sus concreciones, cede a su vocación, de asunción cada vez más problemática, de finar: el mundo de la vida como el ámbito de lo "sobreentendido", de lo que descansa tras un proceso de fundamentación, o de lo que nunca ha conocido, dicho con pathos hegeliano, su martirio. Ámbito, por tanto, de "lo preteórico" y de "lo posteórico" el que, no puede ser de otra manera, se tematiza teoréticamente, produciendo con ello una contradicción que fulgura. Pues bien, una tal exploración, cuya estructura e intenciones fundamentales habremos de comentar enseguida, ejerce un efecto desnaturalizador, en primer lugar, sobre la misma inmediatez de acceso a la tematización que el título de la obra promete. Dicho de otra manera: por mucho que lo sobreentendido sea, como plenum de significado, el elemento propio del mundo de la vida, no sobreentendamos al mundo de la vida. Plantear las circunstancias histórica que rodean la redacción de los textos compilados en TmV, y considerar las vicisitudes concretas del concepto acuñado por Husserl en 1924, o de sus adláteres, suponen un paso inicial en esa dirección.
Cuando a mediados de los años setenta del pasado siglo Blumenberg trabaja los textos que integran TmV, la que podríamos denominar la batalla académica por la decibilidad de la inmediatez se encuentra en una fase que tuvo como cuestión de fondo decidir el estado de las relaciones entre una filosofía todavía autoconsciente de, o al menos, perseverante en la conservación de su identidad, y las llamadas ciencias sociales. En 1970 aparece la obra de Agnes Heller Sociología de la vida cotidiana, que al entender de su prologuista, Lukács, permitía visibilizar las "interacciones entre el mundo económico-social y la vida humana". Más o menos por los mismos años, el debate entre Jürgen Habermas y Niklas Luhmann, actualización del que sostuvieran en 1965 Th. W. Adorno y Arnold Gehlen acerca de la racionalidad de la institución, prepara, en un ejercicio de herencia dudosa, una lectura del concepto de "mundo de la vida" capaz de ahondar en esa por lo demás sorprendente y tranquilizadora divisoria señalada por Lukács. Y de arrogarse, ya como motto fundamental de Teoría de la acción comunicativa, de 1981, funciones de razón redimida: "Mundo de la vida" es introducido [por Habermas] como el lugar empírico-histórico de la emancipación y de la crítica teórico-social frente a una noción luhmanniana de "sistema" como "autoreproducción ciega". Dos años antes, Alfred Schütz y Thomas Luckmann publican Strukturen der Lebenswelt (Estructuras del mundo de la vida), obra nodal para entender la tentativa de habilitación en cientificidad, en clave de racionalidad comunicativa, de la teoría crítica de la sociedad frankfurtiana, y en la que se consuma el afán, planteado por el primero de sus coautores en su Fenomenología del mundo social 1932, de someter "las complejas relaciones existentes entre las diferentes dimensiones del mundo social (...) a un análisis radical como para llegar a sus fundamentos mismos" y así fijar "los límites entre sus diferentes estratos".
Los propósitos de TmV son muy distintos a los de proporcionar "fundamento" a las tareas comprensivas, a las que le fueron coetáneas tanto como a las presentes; lo son en tanto van a partir de una convicción opuesta respecto al mismo estatuto objetual de lo que el concepto "mundo de la vida" trata de pensar, y cómo ha de entenderse, desde tal reflexión, su operatividad. Leemos en la página 247 de nuestra obra de nociones como la que la protagoniza: "Los conceptos filosóficos necesitan un margen de acción para enriquecerse, para ponerse a prueba, también para sufrir abusos, brevemente: para hallar sus límites y volverse tal vez realmente útiles". El abuso más patente hecho al concepto de mundo de la vida fue convertirlo en una reserva de sentido virgen supuestamente al servicio de la función crítica de la realidad tanto como de la teoría que en cada caso la defienda. Y fue -y es- un abuso en tanto un ámbito de lo preteórico, llevado a su congruencia formal, a su límite (en tanto este es fenomenológicamente inferible), es justamente ese ámbito carente de conciencia modal (la experiencia del caso en que se habita como sólo fáctico, o deficitario, o incluso intolerable), sin el que la tarea crítica, o más humildemente, comprensiva, simplemente no principia. Dicho llanamente: no es posible extraer energías críticas de algo como un mundo de la vida, no al menos si por tal revulsivo contrafáctico entendemos el "obtener deducciones de carácter normativo" o "legitimar 'valores' o máximas del mundo de la vida en tanto confirmadas 'originalmente' por la vida". Tal es el denominador común del trato dado al concepto doble contra el que TmV se posiciona. Ahora bien, la percepción descriptiva del enriquecimiento de tal concepto corrige, sin embargo, su abuso, pues lo reubica para la teoría entre los artefactos de su suceder histórico, exonerándolo de nimbos de indeterminación más o menos premeditada. Si la vida, amplificada en su redimensionamiento como mundo, es "energía antípoda de la fosilización del concepto" (p. 22), las capacidades persuasivas de sus diferentes puestas en escena, la verosimilitud de su repartir acartonamiento y reverdecimiento, abstracción y concreción, son siempre rendimientos del concepto, movimientos internos a los sistemas de pensamiento, y como tales datables. Esta última idea nos coloca frente a posibilidades críticas del pensamiento de Blumenberg que nos interesa subrayar.
2
Distinguir tres operaciones llevadas parcial y discontinuamente a cabo en los textos de TmV, y verlas integradas en temas con presencia de largo aliento en la obra publicada de su autor avanza, a nuestro entender, en ese sentido. Esquemáticamente, y en primer lugar, TmV es una reconstrucción de las sucesivas funciones otorgadas por la fenomenología de Husserl a nuestro concepto doble, desde su acuñación para obrar esa "autoconcepción trascendental" de la propia fenomenología en clave de lógica genética, a su vez entendida como "teoría de la génesis de cualquier conciencia posible y sus operaciones", hasta su postrera conversión en contraplano de la "fundación original" de la razón occidental, tal y como este gesto se nos hace representable al través de La crisis de las ciencias europeas. Esta última reubicación del concepto implica para Blumenberg el punto decisivo en que apreciar a la fenomenología de Husserl caer por debajo de sus posibilidades. El concepto de mundo de la vida parece inicialmente el instrumento adecuado para, haciendo propias las exigencias de restos especialmente substanciales de paradigmas en decadencia académica, como son por entonces las nociones de "visión natural del mundo" del empiriocriticismo, la de vida en la estela de Bergson a Simmel, y el desvelo del neokantismo por iluminar científicamente el factum de la ciencia, constituir un acercamiento plausible de la teoría a uno de los productos más sofisticados y mediatos de su actividad: la objetivación de su génesis desde lo diferente de sí misma. Tal plausibilidad Blumenberg la entiende como antropología, y la antropología, a su vez, como apertura que no puede ser revertida a conciencia de la contingencia de la razón, sus productos y autocomprensiones, y ese es el paso no dado por el cartesianismo de Husserl -quizás su perdición filosófica-. En lugar de ello, Husserl acabó haciendo de su aproximación a lo antepredicativo invocación a la tarea civilizatoria de implementar indefinidamente su abandono, propósito cuyo decaimiento explicaba, a su entender, el gesto instituyente de la cientificidad moderna a partir de Galileo, el positivismo como destino inherente al cumplimiento de su programa, tanto como la idea de una filosofía trascendental como contra-agente suyo; filosofía coherentemente más implicada, en los últimos compases de la vida de quien tan requebradamente la formuló, en los perfiles de sus rivales -esa "casi cusiana" pinza de positivismo, lógico o natural-biologicista, y ontología de la facticidad de Heidegger- que en los rendimientos por llegar, pero no para él, de sus operaciones. La segunda intervención que nuestra obra realiza sobre el concepto de mundo de la vida, aquella que para Blumenberg implicaría su "verdadera utilidad" teórica, tiene su condición de posibilidad en esta oportunidad dada a las potencialidades descriptivas de la fenomenología ganadas en el hecho de no rehusar la inmersión en antropología de sus procedimientos, perspectivas, y expectativas, de significación, límites, y justamente en ese potenciar la no recusación de la contingencia. Aquí encontramos, a nuestro entender, el núcleo del pensamiento de Blumenberg en tanto fuerza articuladora de antropología, fenomenología, y comprensión filosófica de los procesos históricos; con una formulación que recoge los tres aspectos: el ser humano se deja describir como el ser que, consciente de la contingencia, y en la medida en que lo sea (y ahí el concepto de mundo de la vida como conjunto de "realidades dadas" en las que, justamente, no existe "margen para pensar que podrían 'ser también de otra manera'"), sale al encuentro de lo posible imprevisible haciéndolo. Una misma noción permite enlaces de alcance entre motivos muy reconocibles para el lector habituado a Blumenberg: acción intencionalmente intransparente la que genera historia; praxis retórica que genera verdad vivenciable en paralelo a la experimentabilidad común en perpetuo retroceso de las formas científicas de conocimiento; realización de lo simplemente hacedero, posible, como ánimo interno de la técnica. Y libre variación fenomenológica como estrategia de liberación a priori del último miedo a la falibilidad del concepto, a que éste quede alguna vez expuesto a quebranto en su capacidad determinante por lo que como imprevisto lo acometa. En la recuperación de esta operación de la fenomenología, y su sorprendente orientación al concepto que constituye su opuesto, el de mundo de la vida, consiste, en propiedad el segundo momento teórico de TmV. Detengámonos un momento sobre este particular.
Si al mundo no se lo puede seguir pasando por resultado óptimo de la elección de la divinidad entre la multiplicidad de los posibles, sino simplemente por "todo lo que es el caso", el fenomenólogo emulará el gesto de tender matriz sobre caso, no para legitimarlo, sino para enaltecer sus propias capacidades de transformar lo presente para forzar el agotamiento matricial de lo ausente, pues a otra "reesencialización de lo casual" no es sensato aspirar. El proceder de Husserl es inextinguiblemente valioso para Blumenberg porque, contra su intención, aquél "articuló más la libertad del instrumento que la necesidad de la finalidad" (pp. 241-242); esto es, porque la infructuosa determinación eidética de aquello -llámese concepto trascendental- a lo que la facticidad sirviera de mero exponente entre otros (determinación racional ésta que no implicaría, de ser llevada a rigurosa universalidad, sino la eliminación de la antropología de la razón), no es, en realidad, infructuosa, si supo orientarnos en la "agudización de la capacidad perceptiva" requerida por el intento de fijación de lo esencial invariable entre el despliegue de las variaciones. Pero es más; Blumenberg no renuncia, pues el sentido de una antropología fenomenológica se juega en dicha posibilidad, a que los procedimientos de la descripción liberen resultados no arbitrarios en su captación de perfiles "eidéticos" del concepto a examen. Infructuosa es, en este sentido, la contraposición polarizada entre la comprensión de la lógica de la inmanencia (compuesta de enunciados como, por ejemplo, que si nuestro planeta no hubiera acumulado masa suficiente para retener una atmósfera y procurarse campo magnético no hubiera habido, pongamos, Chéjov) y la ambición filosófica de recoger en generalidad conceptual núcleos de vertebración de lo diverso. En el caso del mundo de la vida, su "eidos inferido" (p. 93), aquello en lo que debemos por nuestra parte entender concentrado el sentido que para una fenomenología histórica, como autoasumido rótulo del proyecto blumenberguiano, tiene el abordaje a nuestro concepto doble, se enuncia con una fórmula simple, y consiste en "su gran capacidad de defenderse".
Si retiene algún sentido un intento de intelección de la génesis de la teoría, como pieza recurrente de autocomprensión disciplinar de la filosofía, o como representación del rostro que tiene su aparición, la de la teoría, para facilitarle el reingreso en la cotidianidad tras sus incontables momentos de ausencia, o de ambas cosas en la medida en que implican premisas de un proyecto crítico defendible, ello pasará por ver mutuamente referidas y explicadas la comprensión del hacer significación propio de la conciencia humana, por un lado, y la inteligibilidad estructural de sus formas históricas de realización, por otro. La plausibilidad de un "eidos limitado por la antropología", se decide, a nuestro entender, en este punto preciso. Pues bien, es frente a exigencias así formuladas donde el concepto de mundo de la vida, tal y como es indagado por Blumenberg, otorga su rendimiento real permitiéndonos entender una lógica de las sintaxis históricas entre agentes y procesos, continuidades y rupturas, caracterizada por la "motricidad de la autoconfirmación", por utilizar la deslumbrante expresión de La legitimación de la Edad Moderna. Dicho con nitidez en la página 30 de TmV: "La destrucción del mundo de la vida sólo puede comprenderse filosóficamente si el propio mundo de la vida es entendido como suma de sus actos de defensa, de autoreparación, de persistencia". La obra de Blumenberg nos enseña a entender la conciencia humana como una forma que emerge del "ambiente" consistiendo en su considerarse -al través de las formas de la incertidumbre, de la ignorancia autopercibida, del enturbiamiento, en el tiempo y por el tiempo, de la transparencia de la intención que puso en marcha la acción, también de la reflexión y la curiosidad- no siendo parte del mismo. El efecto de esa salida es la generación de "objetos" como aquello dotado de aspectos cuya característica formal es su no perceptibilidad simultánea (por mucho que Chéjov lo pretendiera de la zanahoria); objeto es, por tanto, la promesa, dada por supuesta en su tratarlos de conceptuables, de pensables, de que los aspectos no se diluyan en diferencia en su mostrarse discursivo. El elemento motriz antes señalado consiste en la reacción a que tal dispersión, como específica anulación del concepto (¿qué sé de x si puede que éste todavía no haya acontecido por completo? ¿Qué sé de x si el momento de la intuición no lo fue lo suficiente como para impedir la sospecha de que lo entendido como autodesarrollo, como esencia todavía en devenir, no es sino errónea adhesión de elementos heterogéneos a lo ya hace tiempo consumado?) se imponga como posibilidad perpetuamente a la vista. La noción fenomenológica de "horizonte" sirve, justamente en ese sentido, de correlato garantista de la libre variación del objeto intencional. Y es por producir una acotación, no de las variaciones dables entre facticidad y horizonte mismo (cuestión que la fenomenología como tarea infinita se entendió capaz de manejar, y por ello alentó), sino de las posibilidades de que en algún momento se deje de "tratar de lo mismo" que de lo que se trataba en un principio (desorientación teleológica que la fenomenología no tomó en modo alguno como posibilidad asumible), que el horizonte se convierte en lugar vigilado e incluso, lo veíamos antes, cautelarmente asaltado.
Formulemos consecuencias en forma de preguntas: ¿Puede entenderse la historia de la acumulación, de las ansias de disrupción tanto como de las ansias de crédito en la heredabilidad, de los efectos de la conciencia humana, como una historia fallida de supervivencia que se cree exitosa? Si nos parece indudable que esto es lo que Blumenberg propone pensar, hemos de preguntarnos con qué grado de radicalidad lo hace, hasta qué extremo supone TmV constructiva la capacidad de la conciencia humana de ser, efectivamente, "un dispositivo de autoestabilización". No cabe grado mayor, aprontemos la respuesta, si el mundo de la vida alcanza a la teoría, su opuesto formal, y eso es exactamente lo que Blumenberg afirma:
"La autodestrucción del mundo de la vida tampoco es más que la ampliación de su principio de autoafirmación, en la premodalidad de lo sobreentendido, a su propia existencia: si la 'vida' no puede defenderse mediante el sobreentendido de un subrogado del ambiente, tiene que ser defendida en la misma función mediante la negación y la modalización, mediante la exigencia de fundamentación y la racionalidad, mediante explicaciones y teoremas, mediante sistemas y hasta escolásticas, como nuevas formas finales de la fosilización misma de esa estructura de afirmación." (p. 19)
La teoría del mundo de la vida no sólo sirve a la especulación acerca de la posibilidad, y pensabilidad, del estado supuesto en el que la instancia especulativa no estaba en modo alguno presente, sino también a la visibilización del hecho de que el mundo de la vida "se produce permanentemente por debajo del plano de la actualidad teórica" (p. 36). Puede parecer una obviedad constatar que sin el reconocimiento de que a pesar de que el mundo de la vida -no es el promedio, sino el caso extremo, no demostrable, no alcanzable como hecho-, deben darse "en la cotidianidad (...) elementos encapsulados del caso extremo" (p.40), no cabría reivindicar el título de "descripción" como efectuación más propia de la filosofía de Blumenberg. Lo decisivo es entender que sin el momento eidético-antropológico de la captación de la "motricidad de la autoconfirmación" tal cosa, la focalización de lo descriptible, sería inviable, tanto como, y en términos estructuralmente idénticos, resolver la polémica acometida en La legitimación de la Edad Moderna, o contra la hermenéutica aurática del mito, al través de la alternativa crudamente antitética entre la depuración de pensabilidad, en calidad de reconocimiento desde la perspectiva que interroga, del objeto (ni modernidad en la "premodernidad" medieval, ni lógica en el mito, o en el propio mundo de la vida), o la constatación indefinidamente retrasable de lo idéntico a sí en aquello que deja de serle margen (en nuestro caso: "Si el mundo de la vida como condición de posibilidad de la historia fuera él mismo historia, el resultado sería un mero equívoco en la expresión 'histórico'"; pp. 53-4) se resuelve impracticable. Por ello, la felicidad, los mundos particulares de la academia, la institución como dispositivo de ahorro de reflexión, la moralidad como canalización de la acción incierta, o la luz que el concepto de utopía arroja sobre sus expectativas, entre otros, aparecen en TmV en calidad de tales "elementos encapsulados" descriptibles en su arrostrar o proyectar "mundo de la vida", identificables como tales desde su concepto límite, con cuya irrepresentabilidad cerrada no tienen por qué identificarse.
3
La tercera operación de TmV es la que tiene los perfiles más inciertos. Consistiría en negar la última palabra a la nuda autoconservación como telos de la razón, y la llevaría discreta, a veces soterradamente a efecto un Blumenberg cuya postrera condición de "kantiano desengañado" le hubiera permitido, pese a todo, entender como no completamente vacía la expresión "patología de la razón", ni enteramente ilusoria la expectativa de mejora que todo diagnóstico implica (aún el de la enfermedad terminal). Tal posibilidad queda cuanto menos enunciada al defender Blumenberg, contra un malentendido que tilda de frecuente, que afirmar que la autoconservación es "principio de la racionalidad misma" no ha de entenderse como "legitimar lo conservado como lo racional", puesto que "eso queda totalmente abierto" (p. 19). ¿Hasta qué punto tomó Blumenberg tal apertura como condición de posibilidad de un desvelo legítimo, si por fechas de la redacción de TmV condena a quien "traslade su actitud teórica [no dar nada por probado] a la vida" a un existir "atareado negando, indagando, cuestionando, problematizando (lo que es casi siempre todo lo mismo) los sobreentendidos premodales que lo rodean", y a un juicio de radical severidad al respecto: "Ninguna vida puede ser así" (p. 62)? Algunas expresiones, escasas, rompen el cerco de una percepción de la condición humana a la que, por su apetencia consubstancial de "arcaica resignación", por la poco enaltecedora valoración de que "pensamos porque nos perturban cuando no pensamos" (p. 68), favorece la situación actual de hipertrabajo social universal por un mundo de la vida como mercancía y condición de toda otra mercancía. Una de ellas la encontramos en Descripción del ser humano, y es la de "cadenas de intención de largo aliento", que la "sociedad de masas" ni propicia ni "premia". En nuestra obra su equivalente es la de "experiencia auténtica" (p. 65). Ambas apuntan a un mismo lugar: a atender, aguzando la percepción de lo procesual, lo interino entre intención y logro, deseo -si no es prefabricado- y resultado -si no es cosa de dispensa automatizada, premodelada por la inautenticidad del primero-, con sólo un poco más de solemnidad, entre la calma prenatal y el reposo postvital: la forma media. Es posible, pero este no era lugar para aplicarnos en una respuesta satisfactoria al respecto, que la irritación de Blumenberg por la holganza de la vida en la crítica profesionalizada fuera un factor de exógena y lamentable capacidad inhibidora de lo que pudieran haber sido reconocimientos profundamente fructíferos. Sin tal factor sería más fácil de captar la sintonía, y ésta habría quedado más documentada, entre un Blumenberg que rechaza "la autoconfirmación de ningún presente" como objetivo del historiador de la filosofía y de la ciencia, y el Horkheimer de "Razón y autoconservación", cuando diagnostica como clave de éxito de total actualidad: "Quien está llamado a grandes cosas no debe llevar en sí huella alguna de lo que la razón ha aniquilado en su autocrítica". Ello nos indica que está todavía por articular el eidos de una relación, contrafáctica, entre Blumenberg y la Teoría Crítica que realmente sirva, iluminándolas recíprocamente, a los rendimientos teóricos de cada una de esas líneas fundamentales de nuestro pasado filosófico reciente.
Fuente: latorredelvirrey.org
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