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Historia de la música en España e Hispanoamérica. Volumen 5

Fecha:
11/01/2019
Juan José Carreras (ed.): Historia de la música en España e Hispanoamérica. 5. La música en la España del siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 2018

“Last but not least” esta expresión inglesa, utilizada para finalizar cualquier presentación o enumeración, es particularmente adecuada para dar inicio a una recensión crítica del volumen 5 de la Historia de la música en España e Hispanoamérica –publicada por el Fondo de Cultura Económica desde 2009–, y que es en realidad el último tomo en llegar al público. En parte por eso, vale la pena examinar este volumen como una entidad propia, pero también en relación con los demás: no se trata de hacer un balance final de una obra colectiva, sino del establecimiento de una conexión inevitable, generada también por la expectación, sobre todo, de aquellos que trabajan a diario con la música del siglo XIX y, especialmente, en una realidad tan próxima a la española como es la portuguesa.

El volumen se presenta con una dimensión monumental (a semejanza de otros que lo precedieron, especialmente el del siglo XVII, editado por Álvaro Torrente). Además de los índices y tablas iniciales, una introducción y un gran capítulo de contextualización (“El siglo XIX musical”, pp. 34-150) preceden el capítulo dedicado a la “La invención de la música española” (pp. 151-285), que completa así lo que el propio editor describe como el componente “estructural” de la obra (p. 24). Los demás capítulos (del III al VI) obedecen a un principio cronológico, organizados en periodos de cerca de treinta años. Ciertamente, para suavizar la lectura, y como en otros volúmenes de esta obra colectiva, las notas a pie de página se reducen al mínimo. Sin embargo, hay un conjunto de referencias bibliográficas al final de cada capítulo que permite una visión clara de los textos en que los autores más se apoyan, de manera que se evita una ingente bibliografía final. La iconografía, aunque no es abundante (38 imágenes para 751 páginas de texto), no es usada como un mero adorno, sino como una fuente más, que complementa los diferentes análisis y puede incluso aportar nuevas lecturas y perspectivas.

Juan José Carreras, el editor y autor principal, cuenta con cuatro colaboradores: Celsa Alonso, Cristina Bordas, José Máximo Leza y Teresa Cascudo. En términos de narrativa, hay un eje central, articulado por Carreras, mientras que los colaboradores participan en tareas más puntuales. Se echa en falta una biografía de los autores, algo que deja la sensación de que, a pesar del innegable alcance internacional de la serie, en términos editoriales, el lector ideal es esencialmente el español, que puede estar de algún modo familiarizado con el trabajo de los musicólogos arriba mencionados. Tal vez, más que en otros volúmenes, salta a la vista la dimensión descomunal de la parte del texto redactada por Juan José Carreras (más del 60% de la obra). Profesor de la Universidad de Zaragoza, Carreras ha cultivado siempre un intenso diálogo entre su matriz cultural española y una experiencia académica cosmopolita. Este perfil encuentra un paralelo en el objeto de estudio, siendo el siglo XIX –simultáneamente y a través de procesos de negociación complejos– el periodo de los nacionalismos, pero también de los cosmopolitismos, y su experiencia se refleja en diferentes aspectos del texto, sobre todo en una perspectiva de diálogo con fenómenos más internacionales, como el propio autor refiere (pp. 24-25).

Al definir la unidad temporal que se propone tratar (de 1790 a la Primera Guerra Mundial, pp. 25 y 49), Carreras está cerca de la idea de “largo siglo XIX” de Eric Hobsbawm, que ha sido muy apreciada por la musicología británica de las últimas décadas. Pero en lo que concierne a la elección de un título, aquí como en la mayoría de los volúmenes que componen esta colección, se parte del modelo más comúnmente aceptado por la Historia y la Musicología recientes, el de evitar pedir prestadas a la Historia de Arte las designaciones necesarias para la caracterización de los diferentes periodos. Ese rechazo es tan fuerte y asumido que el término Romanticismo (como referencia al movimiento estético-cultural que se extendió a prácticamente toda Europa en distintos momentos y con impactos diferentes a lo largo de la primera mitad del siglo), surge en todo el índice solo una vez, a propósito del piano. Es importante preguntarse si, además del pianismo, hubo o no otros aspectos de la cultura y de la vida musicales españolas que merezcan ser vistos como románticos, si no ya en términos de identificación con el movimiento en su versión norte y centroeuropea, al menos como materialización de un gusto artístico-literario, como propone Fabrizio Della Seta para la música en Italia.

Esta reacción a las etiquetas implica también el rechazo de una historia de la música entendida como historia de los estilos, y se acerca a la perspectiva adoptada en las propuestas formuladas por Carl Dahlhaus en Die Musik des 19. Jahrhunderts, obra publicada originalmente en 1980 aunque traducida al castellano solo en 2014, que sigue siendo (a pesar de las críticas de Richard Taruskin) un punto de partida tanto para Carreras, como para muchos otros musicólogos quienes, no alineándose en las filas del posmodernismo, se ven ante el desafío de tener que pensar y escribir sobre la música como hecho histórico, estético, cultural y social. De Dahlhaus, el autor también retiene la importancia atribuida a los aspectos estructurales, a la historia de la recepción –que fue siempre el talón de Aquiles de las historiografías nacionalistas y en el caso de España, de la mano de Carreras, gana una particular dimensión–, a la ampliación de los campos de estudio, incluyendo la historia institucional, la música de salón y de baile, las industrias musicales y otros temas anteriormente considerados menores, para referirse solo a los más obvios.

Además, Carreras pretende tomar como punto de partida un conjunto de categorías operativas que serán centrales para el enfoque de todos los fenómenos considerados, valiéndose de la “historia de los conceptos” de Reinhard Koselleck (p. 25). Esto le aproxima a la perspectiva de una historia intelectual que, por otra parte, se percibe de forma intensa a lo largo del volumen: en las discusiones de los problemas de las mentalidades, en el constante recurso a textos de la época que utilizan las cuestiones musicales y teatrales como testimonios y/o metáforas de formas de pensar y sentir de un determinado periodo.

En el capítulo inicial, titulado “El siglo XIX musical”, el autor aborda los diversos factores que conforman ese periodo, dando particular relieve a las visiones sobre este siglo que, emergiendo desde la década de 1820, se mantuvieron con mayor o menor impacto a lo largo de todo el s. XX, y llama la atención sobre la necesidad de una nueva reflexión historiográfica, basada en un análisis de muchas de las obras sobre la música en España y algunas de sus regiones publicadas en los últimos cuarenta años (pp. 38-50). Se busca poner el foco en el hecho de que la historia y sus respectivos discursos también tienen historia. Después, se adentra en problemas estructurales: las movilidades, redes y representaciones; las revoluciones tecnológicas con la alteración de las formas de participación y escucha; las relaciones entre mercado y mecenazgo, en una época en que este último va perdiendo progresivamente su poder; la situación profesional de los músicos; la ausencia y la presencia de mujeres; el concierto como acto estético y cultural. Por detrás de una estructura cronológica tradicional, que sirve de telón de fondo al volumen, se atisba una perspectiva temática.

En la introducción, el siglo XIX se nos presenta como la época de la invención de la música española (pp. 21-22), en otra clara referencia a Hobsbawm. Esa idea –así como su deconstrucción– está en los cimientos del segundo capítulo (pp. 151-283), el cual, por la relevancia y transversalidad de la temática, asume casi el papel de un libro dentro del libro. No es por azar que este tema aparezca al principio de la obra y que se le asigne un espacio tan significativo. El peso ideológico del concepto de “música española” fue y aún es –en la historiografía y entre el público– muy fuerte. Al igual que ocurriera en muchos otros países en los que imperó una musicología nacionalista, anteriores intentos de construcción historiográfica partieron casi todos de ese concepto, incluyéndolo generalmente en sus títulos y asumiendo implícitamente la posibilidad de distinguir con claridad entre lo que es y no es nacional en un momento dado (prevaleciendo generalmente el jus solis), o bien haciéndolo más a menudo a través de procesos de simplificación.

Esta “invención” era, por sí sola y en palabras del autor, suficiente para que el siglo XIX mereciera una atención especial por parte de la musicología de su país (p. 21). Sin embargo, Carreras la enmarca en un relato mayor –el de la historia nacional– evitando así cualquier tipo de guetización, pero a la vez también la observa en su unidad y variedad, (pp. 151-155) y se propone ir más allá del tradicional reconocimiento e interpretación de las influencias europeas en España y de las presencias españolas en el extranjero (p. 24). El autor analiza las dinámicas entre prácticas y tradiciones locales y transnacionales, mientras opta por la utilización del concepto de “atraso” cuando necesita comparar la situación española con la de otras culturas, y justifica esta elección por la posibilidad que le ofrece de cuantificar, frente al más subjetivo concepto de “fracaso” que, además, implica también una valoración positiva del objeto de comparación (p. 25).

En términos de organización, Carreras aborda el problema en tres grandes unidades. El primer apartado está destinado a discutir lo que se entiende por “nación”, “música nacional” y “nacionalismo”; el segundo está centrado en los discursos y prácticas y el tercero en la ópera, el género de elección para transmitir este tipo de discursos en términos músico-dramatúrgicos. Una vez más, el concepto de “música española” se define desde una perspectiva dialéctica, entre las miradas de lo que es interno y externo (p. 151), y con base en el rechazo de la vieja visión de las “escuelas nacionales” que –como es sabido– se basaba en una lectura eurocéntrica, que definía el núcleo de las “grandes” tradiciones musicales –alemana, italiana y francesa– frente a las periféricas (p. 155).

El apartado “Discursos y prácticas” intenta confrontar en paralelo diferentes visiones y formas de concebir el nacionalismo en España, en una especie de apuntes o pequeños cuadros que, en su totalidad, desmitifican cualquier tipo de narrativa histórica teleológica o unidireccional. Más que de la lectura individual, la perspectiva crítica surge del conjunto de cada uno de estos apartados. Entre los múltiples aspectos destacados, se vislumbra, aplicado al caso español, un conjunto de tópicos centrales en la historia de la música decimonónica: las narrativas nacionalistas, el problema de la originalidad, el redescubrimiento de las músicas del pasado, la idea de genio romántico y su asociación a un concepto xenófobo como el de “raza”, las dependencias del canon, la idea de música popular como repositorio de originalidad y el rechazo de los más internacionales clichés de exotismo. Particularmente interesantes –por analizar el fenómeno en cuestión desde ángulos menos habituales– son las secciones dedicadas al redescubrimiento de la música antigua española (pp. 192-196 y 196-199) y a los “Lugares de memorias: funerales y monumentos”, que muestran la dimensión cultural y política de la muerte de los artistas en el siglo XIX (pp. 215-223). Finalmente, presenta las diferentes facetas de la construcción de proyectos operísticos nacionales y la discusión de dos obras emblemáticas: Los Pirineos de Pedrell y La vida breve de Falla. En el caso de la primera (pp. 261-268), que se presenta sobre todo desde el punto de vista simbólico frente a un discurso nacional, es interesante el tipo de análisis del que es objeto, entre la estrategia personal y de afirmación del autor, la propaganda, la elección de un modelo dramatúrgico y musical, todos ellos elementos que se funden en una compleja red. Con el análisis de La vida breve (pp. 268-272), se aborda la obra que difundió internacionalmente la ópera española, irónicamente, en una época en que este género ya no era central para la música europea.

Los capítulos restantes abarcan periodos temporales de tres décadas (salvo el primero que se extiende hasta las cuatro, y el último que termina con la primera guerra mundial) con el intento –asumido por el editor, p. 50– de evitar en lo posible las coincidencias con los grandes hitos de la historia política. En “La transición a un nuevo siglo” (pp. 285-397), a pesar de una superposición con el capítulo V del volumen anterior (“1780-1808: ecos hispanos del Clasicismo”, pp. 439-552), los enfoques son diferentes. Mientras Miguel Ángel Marín y José Máximo Leza parten del concepto de Clasicismo y de su recepción en España (sobre todo con Haydn), el capítulo de Carreras se proyecta hacia el siglo XIX, analizando la obsolescencia del sistema teatral heredado del s. XVIII, en particular en el caso de Madrid (p. 286 y ss.) y las colaboraciones y conflictos entre compañías italianas y españolas (pp. 291 y ss.), lo que le lleva a realzar la dimensión plural de la realidad de España, dejando a la vista las dificultades de construir un relato histórico-musical unificado.

La continuidad entre los volúmenes 4 y 5 de la Historia de la música en España queda asegurada por la participación de José Máximo Leza al comienzo del capítulo III, en el que se discute la llegada del repertorio rossiniano a España (“Furores filarmónicos”, pp. 293-308) y la adhesión de un compositor local como Ramón Carnicer a un producto internacional con el correspondiente uso de una lengua franca (pp. 304-308). A pesar de que se entiende la importancia de analizar en profundidad el impacto de la recepción de Rossini –como experiencia de modernidad y parte integrante de la coyuntura que define el dualismo estilístico de principios del siglo XIX–, es de extrañar que no se hable más de la recepción de otros compositores de ópera italianos, como por ejemplo Donizetti, Bellini o Verdi (señalado sobre todo por Teresa Cascudo a propósito del papel del Teatro del Liceo a finales del siglo, pp. 667-669). Aunque hay que reconocer que la importancia de la recepción de sus obras no puede compararse, en términos estructurales, con las de Rossini o Wagner.

En el apartado dedicado a la eclosión del concierto (pp. 308-327), se aprecia una mayor referencia a otras ciudades españolas, como Cádiz, y un enfoque menos polarizado frente al inevitable eje Madrid-Barcelona, que constituye un intento de descentralización que podría haber sido llevada un poco más lejos en otros capítulos. La recepción de la música alemana (expresión utilizada por Carreras, a partir de la p. 327, para evitar la referencia estilística al término “clásico” y que es objeto de debate en el libro, pp. 327-329) es articulada de forma amplia, y desmitifica la vieja dualidad entre Rossini y Beethoven como figuras más influyentes del primer tercio del siglo, que venía del siglo XIX y fue reiterada por Dahlhaus. Así, desviando su mirada de la historia de la música como historia de la creación, Carreras contrapone Rossini a la figura de Ignaz Pleyel, alumno de Haydn, y su popularidad en París, ciudad que fue, en realidad, el gran centro difusor del repertorio instrumental entre los siglos XVIII y XIX.

Verdaderamente interesante es el apartado “Como por un movimiento eléctrico...” (pp. 347-351). Aquí, como el propio título indica, se articulan los problemas relacionados con la música y la política en el espacio público, un filón de gran significado a lo largo de todo el siglo XIX hacia el que la musicología solo recientemente ha desviado la mirada apartándose de las grandes obras o de los géneros considerados canónicos (como algunas óperas y sus coros) y poniendo el foco en otros, ciertamente menos relevantes en términos estéticos absolutos, pero tan significativos, o más, en términos históricos. En este sentido, son paradigmáticos los himnos, sean nacionales o no. Así, ejemplos como el de God save the King, explorado por Carreras a partir de una noticia en un periódico sevillano en 1814, o el de La Marsellesa hacen visible el poder de la música para unir y no dividir, como recientemente mostró Cristina Magaldi en una conferencia en Lisboa, a propósito de la implantación de la república en Brasil.

“Modernización musical y cultura nacional” (pp. 395-478) abarca el periodo comprendido entre 1830-60 y se ocupa de las transformaciones de la vida musical tras la difícil instauración de un orden liberal a lo largo de la década de 1830, después de la muerte de Fernando VII: el ocaso del poder de la Iglesia y sus consecuencias para los músicos y la vida musical en general, y la creación de nuevas instituciones, como los conservatorios. Siguen un apartado dedicado al piano romántico, a cargo de Teresa Cascudo (pp. 423-435), unas pocas páginas que explican el contexto en que florece “La canción lírica”, por Celsa Alonso (pp. 435-442) y, de nuevo, Carreras, con un apartado más sustancial que aborda el surgimiento de “La zarzuela isabelina” (pp. 442-468).

La elección de 1860 como fecha bisagra entre los capítulos cuarto y quinto se relaciona con un problema común a otras historiografías nacionales, en particular la portuguesa: la existencia de una serie de acontecimientos significativos, vinculados a la historia no solo general, pero más próximos a, o ya dentro de la década de 1870. En el caso español, obviamente el final del reinado de Isabel II (1868) y el sexenio democrático. Carreras, siguiendo la línea de pensamiento definida anteriormente y fiel a Dahlhaus, opta, sin embargo, por hacer retroceder el inicio de un nuevo periodo al principio de la década de 1860, valorando sobre todo la estabilidad institucional alcanzada en el reinado de Isabel II, durante el cual España se acerca, en varios niveles, a los modelos románticos en boga y la zarzuela renace. Y así, introduce “La consolidación de una cultura musical (1860-90)” (pp. 481-664), el mayor capítulo de la obra, con 183 páginas, para el cual cuenta con la participación de Alonso, Cascudo y Bordas. A propósito de la institución de una cultura sinfónica y de cámara, llegamos finalmente a la recepción de Beethoven, a la creación de las primeras sociedades dedicadas al cuarteto y, en general, a la confirmación de lo que William Weber llama el “idealismo musical”. También se estudia la llegada de Offenbach como ejemplo de la apertura del teatro musical español a las modas europeas, beneficiándose de las libertades conquistadas a partir de la revolución de 1868 (p. 510) y la creación paralela del “género chico” (pp. 507-528).

El otro gran momento de este capítulo es la sección dedicada a la recepción de los llamados “Wagnerismos” (pp. 546-567), expresión elegida para dejar clara desde el primer momento la complejidad de la recepción de este autor, y la forma en que, en el caso de España, resulta reveladora acerca de las dos culturas urbanas más importantes del país. A pesar de ello, Carreras subraya que esta recepción dual en Madrid y Barcelona encierra significativos “paralelismos, divergencias y cruces” (p. 547). Después, considera los procesos de mediación en la parte ensayística de la obra del compositor –llegada de Francia como casi todo lo que se refería a ideas y filosofía– o en las óperas románticas y dramas musicales, influenciada por la recepción italiana desde Bolonia, ya que Milán se mantuvo siempre como una ciudad más conservadora. Entre otros muchos aspectos, dedica espacio a la contribución de cantantes españoles de carrera internacional, entre ellos Julián Gayarre y Francisco Viñas, o directores de orquesta como el catalán Juan Goula.

Los capítulos dedicados a compositores españoles están escritos por Teresa Cascudo (pp. 567-594), tras los cuales se vuelve al problema de la canción, ahora junto con la música de danza, de nuevo a cargo de Celsa Alonso (pp. 594-602). Al final, Cristina Bordas estudia amplia y detalladamente el impacto de la consolidación de una industria musical con sus consecuentes preocupaciones (desde los derechos de autor a la diversificación profesional), la difusión de ciertos instrumentos (como el piano o la guitarra) y la popularización de las bandas de música que hizo crecer significativamente todo el comercio e importación de aerófonos (pp. 602-640).

Aunque se debe reconocer la cohesión del volumen, el hecho de que la participación de los colaboradores de Carreras sea puntual acentúa las respectivas áreas de especialización. Sin embargo, la presencia de Teresa Cascudo merece una referencia especial, pues a ella se debe todo el capítulo VI, además de otras secciones. Siendo el más breve del volumen, este capítulo complementa la sección sobre identidades nacionales en el drama lírico escrita por la misma autora en el capítulo V (pp. 567-586). En él, a través de dos compositores muy ligados al ambiente creativo de la capital, Ruperto Chapí y Tomás Bretón, Cascudo discute el proverbial problema de los compositores periféricos de mediados de siglo frente a los intentos de creación de una ópera nacional: la difícil elección entre los modelos italianos y franceses (fueran estos el opéra comique, más accesible, o el grandopéra). Analiza en términos estéticos y estructurales los modelos utilizados por Bretón en Los amantes de Teruel y, al final, aborda Los Pirineos y la figura de Pedrell como compositor intelectual, estableciendo una conexión con el texto de Carreras sobre esta obra en el capítulo II. La trilogía de Pedrell no se estudia aquí solo como un manifiesto ideológico y estético. Cascudo no evita señalar toda una serie de problemas ligados a su dramaturgia (pp. 583 y ss.), pero se nota, al igual que en otros pasajes del libro, la falta de profundización en algunos problemas de lenguaje musical. Aquí llegamos a uno de los puntos que más distingue el trabajo de Carreras y de sus colaboradores frente a otra monumental síntesis histórica sobre el siglo XIX musical: Music in the Nineteenth Century, de Richard Taruskin, autor que, sintomáticamente, no es citado en la bibliografía general del volumen. Independientemente de las diferentes concepciones entorno a la organización de las cuestiones a tratar, Taruskin se centra en la materia musical, mientras que Carreras pone el foco sobre todo en los aspectos históricos, ideológicos y estructurales. Es cierto que –como decía Alfred Einstein hace más de setenta años– la extensión de la mayoría de los ejemplos musicales necesarios para una historia de la música en el siglo XIX dificulta su inclusión en trabajos de síntesis, no obstante, el otro argumento utilizado por Einstein –que la mayoría de las obras importantes del siglo estaban vivas, eran conocidas y accesibles para la mayor parte del público– no es aplicable a todo el siglo XIX español, especialmente, si se piensa en la difusión de este volumen más allá de ciertos medios del país. Y así, al menos en algunos casos, habría sido deseable un compromiso.

El ensayo de Cascudo que da inicio al capítulo VI (pp. 659-664) –sobre la dificultad de definir el final del siglo XIX y la cuestión del modernismo (o de su ausencia) en la historiografía sobre la música en España de este periodo– es ejemplar en términos de síntesis, pese a la falta de estudios (notada por la propia autora) que permita una visión integral de lo que estaba pasando en todos los lugares dentro de las fronteras españolas. Las secciones restantes se centran en la afirmación de varios ideales de identidad a finales del siglo –con especial atención a los casos catalán y vasco– para luego focalizar el problema en compositores que asumieron un estatus icónico, como Albéniz, Granados y Manuel de Falla. Este es el capítulo de la obra donde se estudia con más detalle la música de algunos compositores nacionales. Sin renunciar nunca aun diálogo entre los distintos problemas de la época y la acción de los compositores, se examina la estructura de ciertas obras.

***

Después de esta larga exposición, se logra finalmente vislumbrar los motivos de la publicación tardía de este volumen sobre el siglo XIX. Su monumentalidad, la riqueza y densidad de la escritura, la envergadura de los problemas analizados, muchas veces tratando de presentar la misma cuestión desde diferentes prismas, el constante diálogo con varias perspectivas historiográficas, o los intentos de equilibrar lecturas internas y europeas lo justifican plenamente. El hecho de lidiar con un repertorio que, en algunos casos, todavía está vivo entre un cierto público melómano y especializado (como la zarzuela), al igual que las apropiaciones de los movimientos estético-culturales, las obras y los compositores por distintas ideologías políticas complicaban significativamente la cuestión. A esto se le añade el crecimiento exponencial de la literatura académica sobre el siglo XIX, fenómeno común, salvando las distancias, a la realidad portuguesa donde la democratización de la educación y el desarrollo de las universidades en el marco post-dictadura permitieron una explosión de nueva información y publicaciones. Sin embargo, como dice el propio Carreras, la información no es sinónimo de reflexión (p. 24), hecho que ha llevado inevitablemente a que este volumen sea una obra producida lentamente, cargada sobre las espaldas de un pequeño grupo de investigadores, y contradiciendo la creenciade Jim Samson en la inevitabilidad de la especialización.

Muchas cuestiones destacadas en la parte estructural o transversales a todo el volumen reflejan preocupaciones de la musicología contemporánea, hasta hace pocos años descuidadas en la mayoría de las obras de síntesis. Así, encontramos el cambio de enfoque en la historia de la música de los textos a la práctica, hace algún tiempo sugerido por Samson, la necesidad de trabajar los discursos y de distinguir entre estos últimos y los procesos y prácticas musicales. También se presta una especial atención a las utopías sonoras y al componente técnico en general (p. 77), a la presencia de las mujeres (p. 103) –con la discusión de casos particularmente interesantes, como los de Lorenza Correa, Manuela Oleiro o Clotilde Cerdá/ Esmeralda Cervantes– y la ampliación del tipo de fuentes utilizadas.

El siglo XIX es también aquel en que el concepto de “música occidental” trascendió de hecho las fronteras europeas. Y este hecho es uno de los pocos aspectos que nos deja relativamente insatisfechos en el encaje de este libro en la serie a la que pertenece. Si es verdad que la división del siglo XIX en dos volúmenes –uno para España y otro para la América de lengua y cultura hispánicas– es sin duda práctica, e inevitable incluso para permitir su viabilidad, tampoco podemos dejar de constatar que limita la vinculación entre fenómenos cuya dimensión solo se percibe verdaderamente en su relación transatlántica. Véase el caso de la zarzuela que, como género de gran difusión, sufre el ser objeto de enfoques no solo muy dispares, sino también publicados con una distancia de ocho años.

Para concluir, se puede decir que el proyecto de la Historia de la música en España e Hispanoamérica se cierra con broche de oro. Carreras y sus colaboradores han colocado la historiografía de la música a un nivel que no será fácil superar y han escrito la más europea de las narrativas sobre la música en la España del s. XIX, sin dejar de exponer y analizar las diferencias que son parte intrínseca de muchas realidades y aspiraciones. España, con toda su innegable riqueza musical, en lo que respecta al siglo XIX no es totalmente diferente. Por tanto, esa conciencia de compartir intensamente un pasado musical y cultural puede y debe ser aprovechada para profundizar el diálogo con otras musicologías, no solo en el contexto europeo, sino también iberoamericano.

Acerca del autor:
Luisa Cymbron
Cuadernos de Música Iberoamericana