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Hacer música española

Fecha:
13/02/2019
La historia todavía es sorda. Sorprende, pero es así. Quiero decir que no puede narrarse una etapa del pasado y a la vez escuchar la música que de algún modo acompañaba los eventos descritos, aunque llevamos bastante más de un siglo con formas de reproducción sonora y más de dos décadas con escritura telemática y, en paralelo, música portátil, hoy transmitida por computación. Y eso que el cine no es más que melodrama en su sentido más estricto. Más aún, si hablamos de divulgación histórica, el documental explicativo suele depender muy directamente de una banda sonora. Sin olvidar que el cine conocido como «mudo» siempre tuvo acompañamiento, previamente compuesto o improvisado durante la proyección, y que, desde el principio del cine sonoro, la música de fondo acompaña el ensayo fílmico como narración emotiva paralela, con compositores directamente implicados en esa tarea.

Esta condición de sordera historiográfica contrasta de modo muy marcado con la actual riqueza de la historia visual. La historia no es, en absoluto, ciega. Nos parece normal ver una narración, con reproducciones de obras de arte y, si el tema es propio de la historia contemporánea, con fotografías y filmaciones de la época. Queremos saber qué cara tiene el (o la) protagonista de una biografía, cómo se presentaba la propaganda de un determinado partido político del siglo XX, cómo se concibió la representación del momento culminante de un gran evento. La obra plástica parece plasmar toda una lógica: por ejemplo, un pintor como Jacques-Louis David pudo presentarnos una vasta alegoría del naciente bonapartismo con su gran tela que nos «retrata», en diciembre de 1804, la coronación del advenedizo general como Napoleón I, emperador de los franceses. El cuadro es una alegoría disfrazada de representación directa del evento y hoy, más de dos siglos después, retiene toda su fuerza propagandística. Pero, ¿qué es lo que se escuchó en aquel acto? ¿Por qué la Tercera Sinfonía de Beethoven (la conocida como Heroica, compuesta precisamente en 1803-1804) no cumple una función auditiva análoga, ya que se cuenta que el compositor quedó tan disgustado con el anuncio del flamante imperio que tachó ‒hasta perforar incluso el papel‒ el título de su obra? Es imposible un libro sobre Napoleón sin esta ilustración de desencanto con su evolución política, pero no escuchamos nada. Además de sorda, la historia resulta muda, al menos en parte. Habla, pero no canta, ni tararea, ni nada. Quizá parte del éxito de El ruido eterno, de Alex Ross, radique en que intentó ir contra esta premisa, tal y como indica su subtítulo: Escuchar al siglo XX a través de su música.

La verdad es que nos quedamos con una percepción del pasado ajena a cuatro de nuestros sentidos. No olemos el hedor excremental que acompaña a la humanidad hasta ayer (hoy mismo, según dónde y cuándo). No nos imaginamos un mundo anterior a la llamada «revolución del gusto» con nuestra adicción al azúcar, base originaria del desarrollo capitalista y dependencia tan profunda que creemos sin pensar que una enfermedad rara (la diabetes) es una condición casi normal de la vejez en el mundo de la abundante nutrición. ¿Cómo alcanzar hasta casi tocar un pasado anterior a nuestra experiencia personal? En resumen, estamos encerrados en nuestra visión, por lo que buscamos perspectivas. Pero, en concreto, por seguir con el hilo musical de esta necesaria reflexión inicial antes de abordar el libro que aquí se recensiona, nada escuchamos. Ni un murmullo, ni un aire lejano.

Estas reflexiones vienen suscitadas por la lectura del libro ‒espléndido‒ de Juan José Carreras acerca de la música española en el siglo XIX, quinto volumen de la Historia de la Música en España e Iberoamérica que ha venido publicando la editorial Fondo de Cultura Económica. El esfuerzo de Carreras, profesor de Historia de la Música en la Universidad de Zaragoza, es el resultado de una labor considerable, unos nueve años de trabajo, punto a señalar en nuestro tiempo tan vago, que admira los resultados ‒por lo general pobres‒ de lo que se realiza sin denuedo y de modo instantáneo. La obra tiene la impronta de su autor, pero, en realidad, el conjunto lo han escrito, aparte de las secciones que firma el propio Carreras, otros cuatro especialistas más: Teresa Cascudo, de la Universidad de La Rioja; Celsa Alonso, de la Universidad de Oviedo; Cristina Bordas, de la Universidad Complutense; y José Máximo Leza, de la Universidad de Salamanca, todos ellos musicólogos de reconocida trayectoria. En general, aparte de las abundantes investigaciones propias de todos ellos, han colaborado con Carreras en el pasado. En conjunto, «tocan» de maravilla. Son un quinteto, todos ellos muy profesionales, con sus voluntades aunadas por su director. El texto resultante es armonioso, sorprendente por la facilidad con que se lee. Los solos, cuando se destaca un autor concreto, fluyen con lo que sigue y precede. Por más que se trate de prosa académica, hoy tan denostada, se ha hecho un esfuerzo por suavizar su densidad y este lector al menos, cuando ha retomado el libro para examinar temas concretos, más allá de su repaso general, se ha encontrado avanzando por muchas páginas de agradable relectura.

El catastrófico siglo XIX español

Montemos el escenario español, para que luego Carreras y los suyos saquen a los músicos a escena. Luego, nos tocarán su explicación. La España decimonónica surgió mal, con el teatro del silencio de la devastación que supuso la llamada Guerra de Independencia, que arrasó con los depósitos culturales de tres siglos. Castaños ganó en Bailén, en los albores de la contienda, pero sólo porque la soldadesca francesa prefirió cargar con lo que había saqueado en Córdoba antes que abastecer de agua sus cantimploras. Y así continuó la lucha. La larga resaca secular que siguió al prolongado desastre fue una herencia de guerracivilismo pertinaz que perduró hasta casi nuestro tiempo, si es que el ahora tan rechazado «régimen del 78» supera la histórica barrera de los cincuenta años: desde 1808, no ha habido sistema político español que haya alcanzado el medio siglo de duración. Hay, pues, abundancia de ruido ‒griterío político, abucheo, protesta, clamor, escándalo, pero también cañones‒ en la contemporaneidad hispana, pero escasa armonía.

La España conquistada por las armas borbónicas a comienzos del siglo XVIII ‒que esa fue otra‒ contaba con una potente herencia musical. La Casa de Borbón española ‒la prole de Isabel de Farnesio por Felipe V‒ se dedicó a recuperar y controlar las Italias. Ello hizo que influencias italianas resultaran todavía potentes en la España del siglo XIX. Y viceversa. ¿Cómo recurrió si no el talentoso Verdi, para sus impactantes óperas, a dramones de un dramaturgo tan escasamente duradero como García Gutiérrez? El ascenso de la música germánica logró encerrar a España en su tipismo y apartarla de la moda dinámica, del tempo dominante, con las pérdidas en la Guerra de Sucesión. Estos «países» ‒reinos, ducados‒ eran todavía centros de la elaboración musical europea. El dominio del arte italiano en todos los campos, la facilidad de su exportación, tuvo un peso notabilísimo: ¿de dónde venían si no los desnudos llegados a la religiosa y púdica España? Así se estableció un vínculo cosmopolita que se vería rechazado más tarde por la tradición nacionalista italiana. Habría de llegar la influencia musical desde Austria ‒la nueva fuerza hegemónica en la Península italiana tras el hundimiento de Napoleón‒ y desde las Alemanias mismas, sumidas entonces en plena e intensa reordenación. Con el paso de los años, este problema quedaría resumido en el agrio debate de finales del siglo XIX: ¿Verdi o Wagner? Ello puede interpretarse de muchas maneras, y es este un tema sobre el cual Carreras y sus colaboradores tienen mucho que decir, ya que nos abocaba a una posición que encubría una tendencia a «amputar el Sur», sobre todo en lo relativo a la música.

Hay que situar de algún modo los grandes problemas de la música española frente a los grandes cambios derivados de las continuas luchas. Estuvo, por supuesto, la llamada «Guerra de Independencia» contra la invasión bonapartista de 1808, unos seis a siete años de contienda: conquista, guerra civil, guerrilla, operaciones de castigo, ejércitos en campaña. En resumen, lo peor de lo peor. Tantas luchas dejaron el país devastado, con sus estructuras tradicionales hechas trizas y sin hábitos nuevos establecidos. Peor aún: la experiencia hundió el imperio de ultramar, el dominio de la «Tierra Firme» hispanoamericana, que se extendía de California a Patagonia, con el desplazamiento metropolitano que ello comportó. Además, puestos a revolucionar, se estableció el predominio efectivo del militar y se desafió el rol del clérigo como letrado. Todo patas arriba y en una dinámica de nunca acabar. Tras la revolución liberal contra el absolutismo de «el rey deseado» vino una nueva invasión y ocupación francesa (1823-1827), que encontró amistades donde antes hubo odio a muerte. Muerto por fin, en septiembre de 1833, el tan decepcionante «rey felón», se estableció un nuevo estilo español de hacer política: golpes militares, alzamientos de cabecillas y guerra civil como pauta generacional, que consumió la década de los años treinta, gastó a Cataluña a finales de los años cuarenta y, otra vez, estalló de llenó en los años setenta, de nuevo en clave peninsular, si bien ahora, además, con lucha a degüello en Cuba, que se había convertido en zona innovadora capitalista de la economía española. Así, aunque en España se acabara «el sexenio» revolucionario de 1868-1874, el combate siguió en ultramar: en resumen, treinta años (de 1868 al final definitivo en 1898) de conflicto de máxima o baja intensidad en la Antilla grande. No hay sistema político que aguante, ni estilo social que marque moda duradera en medio de tal desorden. ¿Cómo escuchar música entre tanto desastre, al son de tanto lamento?

¿La música amansa a las fieras?

Afortunadamente, Juan José Carreras y su equipo no se pierden con este decorado de fondo que enmarca su tema, este paisaje sometido a reiteradas batallas. De entrada, en la primera frase de su libro, Carreras deja clara su tesis, y puede que, en parte, su explicación: «El siglo XIX inventó la música española». Ahí es nada. Como observa el musicólogo, con el Romanticismo, la «idea nacional» podía resultar novedosa en política, pero no en música, ámbito en el cual era un tópico desde hacía siglos. Dicho esto, cuesta poder ofrecer un resumen de la extensión y la sofisticación del contenido de este libro.

Se plantearon grandes problemas a la música española en los tiempos de la cansina e interminable guerra civil decimonónica en las Españas. El cambio político y tecnológico, el desafío a la tradición religiosa, entre otras alteraciones de fondo, hicieron del siglo XIX español una complejidad difícil de vivir, aguantar y, mucho menos, responder. El mercado substituyó a la dicotomía entre el encuentro cortesano y la fiesta popular. La mayor apertura de España a Europa nos expuso a influencias venidas de fuera que provocaron un rechazo de lo europeo (pero revestido de fascinación): ¿qué hacer desde el país? No había respuestas fáciles y variaban según las artes y los oficios. ¿Imitar patrones foráneos, como en el vestir, dictado desde París? ¿Insistir en ser castizo, y que inventen ellos (por aludir a un cliché posterior, aunque retrospectivo)? ¿Seguir las miradas de fuera y aceptar el encantamiento de Andalucía como sucedáneo del resto de las Españas? ¿Había dos músicas ‒sur y norte‒, como si de sequedad o humedad (o chinches o pulgas) se tratara? O, por el contrario, ¿debía mirarse al tópico, siempre repetido, de la multiplicidad? Como resalta el propio Carreras ‒siempre recogiendo fuentes de época‒, «el lugar común de la extraordinaria riqueza y variedad de la música popular española constituía, en realidad, un arma de doble filo». Todo esto, en música, comportaba una cierta contradicción: seguir el estilo internacional, preguntar antes que nada cuál era la forma predilecta de expresión según los cánones de Viena o París, para luego acabar implicado en la pugna por una música nacional frente a las tendencias que apuntaban a las modas de las grandes capitales del norte de Europa.

Dicho de otro modo, lo que plantea Carreras con su equipo es: ¿qué fue el Romanticismo musical en España y cómo y por qué duro tanto y tuvo la fuerza que tuvo? Por supuesto, él y sus colaboradores no lo plantean así. La primera cuestión se centró en borrar el peso de la tradición dieciochesca, en su esencia italiana o italianizante. A la nueva pauta vienesa le costó imponerse: se asegura que, en 1791, la emperatriz y mujer del habsburgo Leopoldo II rechazó La clemenza di Tito de Mozart como una «porcheria tedesca»: se trataba de la española María Luisa de Borbón, hija de Carlos III, nacida en Nápoles, personaje que nos da una pauta del tradicionalismo hispánico. Cara a cara frente al Romanticismo, España era una «cultura traducida», como planteó Mesonero Romanos y los costumbristas en general. Pero Beethoven acabó por imponerse y estableció una intensidad que pronto no se dudó en llamar «romántica». ¿Cómo hacer frente a una «modernidad foránea» con una «tradición propia»? El «Romanticismo» supuso tener que enfrentarse a nuevas formas orquestales sinfónicas más largas y complejas, que costó imitar en España. Un brote efímero ‒el bilbaíno Arriaga, muerto a los veinte años‒ y las formas orquestales quedaron atrás, con el consiguiente desprecio del extranjero. Como en su día relató el compositor catalán Manuel Giró, la mera sugerencia en el París de 1888 de que podría organizarse un concierto de música sinfónica española desató una seca respuesta: Ça n’existe pas; no hay tal cosa.

Aquí dominó, por el contrario, la ópera, la escenificación del canto, que retuvo la primacía italiana (tipo Donizetti o, mejor, como indica Carreras, Rossini), indiscutida hasta mediados de siglo. Pero llegaron, explica Carreras, cambios, materiales y morales. Sí, resistió la guitarra como instrumento nacional, pero quedó relegada por la locura por el piano, el instrumento romántico por excelencia, ya que permitía el ejercicio individual y colectivo: uno solito podía ser un todo, lo que es, al fin y al cabo, la abstracción subyacente al nacionalismo. El piano permite la música orquestal en una sala, el todo resumido en un único instrumento, que sería la santificación de Beethoven en España; invita al arte del Lied, la canción alemana de pequeño formato con sus oyentes ubicados en un marco intimista como respuesta al bel canto italiano en un teatro. Es, dicho claramente, arte burgués de estar por casa, sin más pretensiones. No puede subestimarse la fuerza social del piano: en 1867, una caricatura de Gil Blas, periódico cómico madrileño, muestra a un barbero (ya sin guitarra) que, de tan apasionado por el sonido del gran teclado, ha decapitado de un navajazo al cliente que afeitaba.

La nueva música romántica y su consagración ‒repito que este no es el lenguaje que utiliza Carreras‒ comportaron un potente impulso secularizador en una sociedad antaño tan religiosa como España. La formación musical sacra cedió ante conservatorios y liceos, que por fuerza comportaban formas nada religiosas en el sentido tradicional católico, pero sí de alto contenido espiritual. A su vez, eso comportó otros cambios en los tiempos isabelinos. Carreras ‒y, con él, Teresa Cascudo y Celsa Alonso‒ afirma la relación entre el culto al piano (con todo lo que conlleva, como la propia manufactura de los mismos) y la aparición de formas de ópera, digamos, menor. Si en los años cincuenta y sesenta, el París de Napoleón III podía convertir a Offenbach en un protagonista musical de mano de la «opéra comique», el Madrid de Isabel II podía juntar a Barbieri con Ventura de la Vega para dejar suelta la zarzuela.

La afirmación nacionalista superó la hegemonía del italiano como la lengua del bel canto: podían hacerse «aires» en alemán, y así lo demostró Wagner frente a Verdi. Pero si era posible en alemán, ¿por qué no en francés? Y, más importante en España, ¿por qué no en castellano? Además, ¿qué tipo de ópera? ¿Era preferible insistir en la grande, la dominante, o competir en español (o en idiomas hispánicos) en géneros alternativos, «menores», de teatro lírico? El debate sobre qué tipo de teatro musical habría que dominar en el mundo hispánico ‒no sólo la España peninsular, sino también Cuba‒ tuvo picos de gran intensidad, y de ahí los bolos interminables por teatros hispanoamericanos, de Ciudad de México a Buenos Aires. ¿Podría el mercado musical hispano competir, hacerse mundo aparte, subsistir si se cantaba en español (por no decir en catalán o en vascuence, con ejemplos destacados)? Y, si lo hacía ‒o, mejor dicho, si lo intentaba‒, ¿qué grado de introducción de la riqueza de la canción y las danzas populares debía verificarse en la música que se consideraba «seria», profunda? ¿Podía «lo regional» ser tan trascendente como «lo nacional»? Molesta pregunta esta del paso del siglo XIX al siglo XX.

A corto plazo, en las últimas décadas del siglo XIX, la moda internacional dio un giro reorientador: se hizo modelo la «música nacionalista», como una suerte de «Romanticismo posromántico». En el marco español, el filón popular se mantuvo más allá de la pauta extranjera. En ese contexto, en el repertorio «mundial» se hizo común «l’espagnolade», la pieza con aire de Cádiz o La Habana, de Barcelona o Zaragoza, desde un ruso como Mijaíl Glinka hasta la ostentación que llegó de la mano de la famosa ópera Carmen del francés Georges Bizet. Compositores españoles como Isaac Albéniz o Enrique Granados, y luego, con un relativo vanguardismo, Manuel de Falla, entre muchos otros músicos, se enfrentaron a la dicotomía entre el dominio de la forma internacional y el recurso a la inspiración nacional (o nacional-regional), a la vez que debían tratar la forma cantada o la sinfónica. Como resultado de aquellas dudas queda la dureza de la crítica española, más cruel que la extranjera. El conocido crítico de principios del siglo XX, Adolfo Salazar, estaba dispuesto ‒en 1924‒ a salvar obras puntuales de Albéniz, Pedrell, Falla y Granados; y nada más.

Juan José Carreras y sus colaboradores cuentan con detalle, con sofisticación y elegancia lo que aquí ha quedado mal resumido. Su explicación se acaba con la modernidad, no la renovación de estilos, sino la inexorable mecanización, que, con la pianola (en sus diversas formas) santificó por enésima vez el triunfo del piano como instrumento noble de concierto y máquina casera para la reunión y la cultura en familia o entre amigos. El cilindro y, posteriormente, el disco, aportaron la voz reproducida. Y ello es ya sinónimo del siglo XX. Esta transición, como señala Teresa Cascudo, sería, en su forma musical, pero también literaria, plástica, el «modernismo»: el catalán y el español. Fueron los veinte largos años ‒del ascenso de Alfonso XII y la regencia de María Cristina hasta el 98‒ en que parecía que España abandonaba las malas costumbres guerracivilistas.

¿Cómo valorar este importante libro en serio, críticamente? Seré franco. No soy experto en el tema, y así ha debido ya de notarse, ya que no paso de ser un aficionado que considera que la música ejerce una influencia social inmensa que no se valora adecuadamente. Nuestro ritmo cardíaco se ajusta rápidamente a la pauta de lo que oímos, ya sea melódico o tan solo repetitivo. ¿Cómo no entender ‒o procurar comprender‒ tan poderosa fuerza sobre nuestra mente y nuestra conducta? Sólo puedo establecer comparaciones entre mis propios estudios, por ahora inéditos, con un trocito del estudio de Carreras: el análisis del esfuerzo de Felipe Pedrell para colaborar con Víctor Balaguer en la ópera Los Pirineos entre los años 1891 y 1902. Puedo decir que he consultado bastante material y conozco el tema. Dicho esto, tengo que admitir que la narración de Carreras y sus explicaciones superaron con creces mis expectativas. No solamente alcanzaron mis propias lecturas, sino que me aportaron elementos nuevos para valorar mejor el final de la carrera del político y escritor catalán. Era una prueba modesta. Pero si el detalle conocido cumple (o más que eso), esto procura confianza allí donde este lector es lego y se limita a aprender.

La verdad es que este libro ‒claro y clarificador‒ merece un reseñador más docto que el presente. Visto desde fuera, el mundo musical parece sencillo, cuando en verdad abunda en capas y niveles bien diversos. Hay que distinguir entre composición e interpretación y los hábitos y novedades que compiten en ambos. ¿Cómo ganar más dinero, con música impresa (o, luego, con su reproducción) o con teatros llenos de admiradores (o, ¡qué miedo!, vacíos)? ¿Compensa el mecenazgo? ¿Cómo medir la distancia entre lo sacro y lo popular? ¿Qué supera a qué: la música vocal o la instrumental? ¿Cómo integrar como lectores de un mismo texto a quien toca y a quien tan solo escucha, a quien siente y a quien ignora, a quien siente pasión y a quien alcanza la tranquilidad? Juan José Carreras, con sus colaboradores, ha sabido inducir que un diletante se plantee estas y otras preguntas. ¿Qué no provocarán a quienes saben leer solfeo y pensar en música? Y, en cuanto a la pregunta inicial de esta reseña acerca de la historia sorda, otro interrogante a modo de cierre, desde nuestro tiempo, más de un siglo después: ¿cuál fue el sentido musical de la evolución política en tiempos revueltos, en aquellos tiempos decimonónicos de liberalismo?
 
Fuente:
https://www.revistadelibros.com/discusion/la-musica-en-espana-en-el-siglo-xix-juan-jose-carreras-enric-ucelay-da-cal

Acerca del autor:
Enric Urcelay-Da Cal
Revista de Libros