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Experimentalismo en la música cinematográfica

Fecha:
01/07/2010
Entre los numerosos autorretratos de Schönberg, la musicóloga María de Arcos tiene a bien citar, en esta obra, aquel donde el músico alemán se pintó a sí mismo de espaldas, en tonos lúgubres y oscuros. Esta posición esquiva, sin duda heredera del romanticismo propio de Friedrich, y que antaño sirvió para invitar al hombre a descubrir su propia insignificancia, se transforma ahora en una sutil mirada del elitismo alemán. Con esta imagen, Schönberg no querría invitarnos a la reflexión serena del que se asombra ante su pequeñez y lo inconmensurable del mundo, sino más bien al razonable desprecio por los estereotipos, la industria cultural y la estupidez habida en todo negocio de masas. Pero hay algo que Friedrich y Schönberg tienen en común: ambos ven en el arte un antídoto contra la necedad, un velo donde esconderse y desde el cual contemplar, sin necesidad de quedar contaminados por lo que se mira, el gran mercado del mundo.
Como es evidente, el problema viene dado cuando un arte como el cine parece comerciar una y otra vez con la mediocridad del gusto y sus pueriles clichés, los cuales llegaron a su exceso justo cuando el séptimo arte naciera, junto a la telebasura, la radio, el fenómeno fan, la era de las grabaciones y los anuncios publicitarios. Todo ello, por supuesto, entre bambalinas democráticas. Esto es quizás lo malo, pero también lo bueno, del cine: es un arte democrático.
Lejos de sus respectivas significaciones peyorativas, esto crea una inevitable dialéctica entre elitismo y vulgaridad. Ningún arte que se precie puede permitirse caer en las garras del público inculto, propenso con igual indiferencia hacia lo bueno y lo malo. Pero ello no constituye un motivo suficiente para eliminar al público de un tirón, al menos mientras la comunicación artística con él sea posible sin perder la compostura. William Shakespeare o Lope de Vega son dos claros ejemplos de una comunicación democrática que no elimina lo complejo ni lo profundo. Al menos fueron del gusto medio en su día, aunque hoy se imponga –entre los más lerdos– una sutil barrera histórica que imposibilita este tipo de comunicación. El problema del cine, en este sentido, es su necesidad de enfrentarse a tal cuestión casi de forma continua. Incluso quienes forman parte de un cine de corte “alternativo”, encuentran, en el acto mismo de la creación, muchos mayores problemas de los que podría encontrar cualquier escritor o pintor al uso. Entre otras cosas, el cine puede llegar a servirse de cientos de expertos, siendo complicadísimo competir con quienes pueden disponer de todos los medios necesarios para obtener la casi totalidad de posibles efectos cinematográficos. Por supuesto, ello no evita la pregunta sobre la misma barrera histórica que vemos surgir en el resto de las artes: ¿qué ocurre cuando el cine se hace viejo pero sigue siendo clásico? Quizás pase algo parecido a lo que ocurre con todos los clásicos antiguos: tampoco las masas visualizan hoy –y cada vez menos– a Charles Chaplin o, incluso, Billy Wilder.
Pues bien, ¿qué ocurre con la relación entre música y cine? ¿Qué posibilidades tiene la música autónoma –léase docta, clásica, culta– en los problemáticos caminos del cine? Y peor aún: ¿Qué camino puede hacer en ellos la música autónoma contemporánea? Este es el tema central del libro de María de Arcos, donde la figura de Schönberg invita a que reflexionemos sobre la ingente dificultad: ¿Tendría que transigir un músico como éste al forzado filtro del cine, que a su vez obedece al forzado filtro de las ventas? Tengamos en cuenta que aquí los problemas son dobles: por un lado, la música se torna funcional y subordinada a otro arte; por otro lado, como hemos convenido, este arte tiene que actuar en buena medida bajo los tintes más oscuros de las ligeras bambalinas democráticas. ¿Qué músicos pudieron plegarse al cine y bajo qué condiciones? ¿Qué queda en estos lares de la dignidad del músico? ¿Existe o podría existir algo así como un estilo musical cinematográfico?
La casi total ausencia de incursiones atonales en el cine debería darnos una pista para contestar a estas cuestiones, que María de Arcos trata de responder por todos los medios. En buena medida, responder a la pregunta por la ausencia de atonalidad constituiría una respuesta al problema de la libertad del músico en su relación con el cine. Quizás también por ello, el “propósito” (p. 12) de su autora en esta obra sea hacer visibles las posibilidades del arte contemporáneo en el cine. Porque, en definitiva, ¿existe algún impedimento intrínseco a las composiciones atonales para que la música contemporánea pase a formar parte del cine?
Para dar respuesta a estas y otras cuestiones, todas ellas interesantísimas, la autora de esta obra divide su libro en tres capítulos, a saber:

1. Panorama histórico de las músicas contemporánea y cinematográfica a lo largo del siglo XX (pp. 19-81)
2. El atonalismo como lenguaje musical básico en la banda sonora (pp. 83-152)
3. El Planeta de los Simios. Análisis de la banda sonora (pp. 153-202)

Capítulos a los cuales añade su autora un epílogo (pp. 203-209), un útil glosario de términos musicales (pp. 211-222) y una escogida bibliografía (pp. 223-231). De este modo, no hay apenas una línea que no pueda ser comprendida por cualquier aficionado al cine o a la música. Clara, concisa, magníficamente documentada, con abundantes citas y bien escrita, esta obra constituye una insuperable introducción a quienes quieran iniciarse en los problemas que suscita la relación entre cine y música.

Si el primer capítulo incluye una completa perspectiva histórica de esta relación; el segundo nos habla sobre todo de los límites y las virtudes de sus respectivos lenguajes, y del modo en que sería posible una combinación. De este modo, la actual obra nos obsequia con un recorrido preciso por las vanguardias musicales de inicios del siglo XX, pasando por los compositores posteriores a la Segunda Guerra Mundial y llegando hasta nuestros días. Observamos así cómo la música atonal, aunque ha encontrado cada vez más cabida en el cine, no obstante permanece todavía como algo extraño. Mientras la música, bajo la forma de la banda sonora, parece ser esencial al proceso cinematográfico (algo que no fue así en sus orígenes, con el cine mudo), la música atonal supone para el cine algo independiente. De forma sin duda lamentable, el cine se aferró con casi total exclusividad a la música autónoma de corte clásico y romántico, a las grandes sinfonías y a los estereotipos de la tonalidad, desde la cual encontró su apoyo también en la música popular, desde el jazz y el rock hasta el pop y la música más ligera.
Aunque la figura del compositor cinematográfico encontraría un “importante eslabón” (p. 32) en la figura de Camille Saint-Saëns, con El asesinato del Duque de Guisa (1908), no sería hasta 1927 –año de aparición del cine sonoro- cuando la música autónoma empezara a formar parte importante del cine. La época dorada de Hollywood supondrá entonces un indestructible refuerzo del camino que habría de llevar la composición postrera. El llamado Sinfonismo Clásico Cinematográfico se convertiría en un poderoso gigante, muy económico, de difícil destitución. El leitmotiv wagneriano, reproducido en su aspecto más superficial, así como la clasificación –consciente o no- de motivos estándar para provocar determinados efectos emocionales, llegó a ser algo habitual. Pese a ello, surgieron compositores de la talla de Bernard Herrmann (1911-1975), Erich Wolfgang Korngold (1897-1957), Dimitri Tiomkin (1899-1979) o Miklós Rózsa (1907-1995), que supieron armonizar el gusto del público con cierta calidad musical. Pero, muy pronto, la carga comenzó a ser pesada, sobre todo a partir de la creación del comité de actividades anti-norteamericanas, así como la normalización de la grabación y la era comercial de la televisión, de modo que algunos directores de cine comenzaron a exiliarse a Europa (e.g. Orson Welles).
La manipulación y el lavado de cerebro se unieron así a la necesidad de encontrar melodías “silbables” o fácilmente reconocibles. Lo importante para el cine era, en buena medida, algo que en otras artes se presenta con menos osadía: vender. Esto hace que, todavía hoy, la Historia de la Música Cinematográfica dependa mucho más de la Historia del Cine que de la Historia de los Compositores Cinematográficos. Si tuviésemos que hablar de ellos en el origen del cine, sin duda resonarían los nombres de músicos como Saint-Saëns (1835-1921), Arthur Honegger (1892-1955), Georges Auric (1899-1983), Darius Milhaud (1892-1974), Erik Satie (1866-1925), Sergei Prokofiev (1891-1953), Dimitri Shostaikovich (1906-1975) y Aaron Copland (1900-1990). De entre ellos, la Musique d’Ameublement de Satie es paradigmática como música que no requiere concentración y que se mantiene neutral, como dibujada en un telón de fondo; pero debería encontrar su punto de unión con el trabajo compositivo de Prokofiev y el Manifiesto del Contrapunto Orquestal de Eisenstein, Alexandrov y Pudovkin (1928), donde el músico y el director de cine transigen en sus mutuas actividades en aras de conseguir una profunda cordialidad audiovisual, en la que ambos son conscientes, por supuesto, de la prioridad del resultado final como algo cinematográfico. Pero si tuviésemos que hablar del tipo de lenguaje implicado en esta aparente cordialidad entre cine y música, sin duda nos tocaría citar al compositor americano Aaron Copland. Éste representa sin duda, en su actividad compositiva e intelectual, los derroteros que el cine habría de seguir en el futuro (1). Su profundo conservadurismo, y su consiguiente desprecio hacia las vanguardias musicales, representan en buena medida las ideas típicas del mundo del cine.
Esto hace muy difícil, incluso cuando los compositores reciben el encargo de hacer la música para una película determinada, la libertad supuesta a toda forma de arte. Pero, ¿qué razones hay para negarle el paso a la música autónoma -entendiendo por ello, sobre todo, la música atonal- contemporánea? Además del problema de la convivencia de la música antigua y la moderna (que nos hace tan difícil conocer una pieza de Schönberg, y tan fácil un cuadro de Picasso), sin parangón en otras artes, María de Arcos recoge una cantidad nada despreciable de razones: desde la reticencia (al estilo de Schönberg) del compositor a verse doblegado por el lenguaje cinematográfico, pasando por el temor del director hacia el rechazo por parte del público, el cual a su vez está más acostumbrado al entramado musical decimonónico, así como la influencia de la rigurosa censura totalitaria contra toda forma de música atonal (a partir de los años 30 se consideraba a ésta con el epítome de “arte degenerado”) o las propias debilidades del compositor hacia cierto tipo de música, hasta llegar a la influencia todavía fuerte de la mentalidad de la época dorada y la tradición fundada desde entonces. Este último punto podría ser importante por cuanto son los propios músicos de esta tradición los que se negaron a incluir en sus trabajos cinematográficos las virtudes de la música atonal. Pero, ¿hay alguna razón para ello?

Para contestar a esta pregunta está precisamente el segundo capítulo del libro. La razonable intención de María de Arcos es admirable si tenemos en cuenta los escasos estudios sobre el tema, donde por otra parte también se muestra cierta dejadez intelectual, como si la música cinematográfica no tuviese importancia. Al contrario, María de Arcos está convencida de su valor histórico, pero también, y sobre todo, de las incontables posibilidades de que puede dotarnos la unión de música y cine. Esto es, a mi juicio, algo fundamental que podría confundirse (razonablemente) con la noción de “correspondencias” baudelerianas más que con la comunicación de las artes propia de Wagner. Aquí lo que manda, y en esto debemos dejar de lado ridículas intenciones altivas, es el cine. La música puede o no ayudar al cine en su ascensión, y no hay ningún motivo para no hacerlo. Para este objetivo, lo que puede aportar son sutiles correspondencias entre la imagen y el sonido. Como dijera Artaud, lo importante en este caso sería hacer como si los sonidos fueran imágenes, y como si las imágenes fueran sonidos, pero sería absurdo intentar reducir la imagen al sonido, sobre todo cuando el cine es, ante todo, imagen. La música puede ayudar increíblemente. Cualquiera que haya tenido entre sus manos una cámara de video casera conoce perfectamente la inestimable ayuda que supone la música. La más nimia escena puede adquirir sentido con dos simples acordes. Ahora bien, la música debe saber también –en el cine– cuando callarse. La cuestión que nos ocupa ahora, en todo caso, es si debe callarse para siempre y desde el principio una música concreta: la música atonal.
Algunas razones para pensar que sí, todas ellas rigurosamente injustificadas, nos hablan de la falta de direccionalidad de la música atonal, de la desaparición de la tónica y el centro de gravedad, de la necesidad rítmica de los tiempos habituales de que la música atonal carece tantas veces, del problema que supone eliminar las cadencias, así como la simetría típica del formalismo clásico, sobre todo a la hora de marcar el principio y el fin de una determinada escena o secuencia, o finalmente de la desaparición de los temas memorables y fácilmente memorizables. ¿Quién puede aprender de memoria una composición dodecafónica? –preguntan los más reticentes. Pero esto son cuestiones de segundo orden. Es evidente que la causa principal del alejamiento entre cine y música es la incultura más falaz y fetichista que puede existir. María de Arcos lo expresa de forma elegante y educada, sin necesidad de criticar sin ambages la estupidez demagógico-democrática, pero nos da razones para expresarnos a nuestro modo. No sólo se olvida en estas objeciones el factor puramente cultural de nuestra conseguida armonía tonal, sino que se dejan de lado las incalculables posibilidades de la música atonal, que no sólo puede recoger las expuestas sino también dotarnos de otras nuevas. Esto puede conseguirse no sólo mediante la combinación de tonalidad y atonalidad, lo cual se ha hecho ya con muy buenos resultados, sino también con la utilización de pautas distintas para conseguir direccionalidad, ritmo y bandas sonoras memorables, mediante la utilización de música atonal. Un factor imprescindible para conseguir los efectos que el cine necesita, y en esto Luis de Pablo –citado también por la autora del libro- observa un requisito básico de la música, es la capacidad para provocar sensaciones de tensión y distensión. ¿Y acaso existe algún impedimento para que la música más radicalmente moderna pueda conseguirlo? Es evidente que no, y las propias composiciones de Luis de Pablo son una muestra de ello. En cuanto a la posibilidad de dicha música en su relación con el cine, resulta esencial seguir detenidamente la tercera parte del libro, que nos habla sobre la unión entre atonalismo y cine en la banda sonora de El Planeta de los Simios, bajo la genial aportación de Jerry Goldsmith (1929-2004), quien compuso más de 175 bandas sonoras (con decenas de premios y nominaciones) y es, junto a John Williams (1932), uno de los puntales actuales de la música de cine.

Por otra parte, constituye un dato esencial a tener en cuenta el común acuerdo producido entre imagen y sonido con el cual ambas se refuerzan. Es un hecho inexplicable que la mayoría de la música que un oyente inexperto descalificaría con insultos y gestos del más insoportable desagrado, sin embargo pasan a ser audibles (sin queja) cuando son expuestas junto a una imagen que le corresponda de algún modo. Bastaría poner como ejemplo la utilización de la disonancia en tantas películas, empezando por Psicosis de Alfred Hitchcock (1899-1980). Cabría así distinguir, como lo hace la autora de esta obra, entre atonalismo a secas y “atonalismo aplicado”, para cuya comprensión recoge una cita del libro de Adorno y Eisler, Composing for the Films (1947): “Incluso los oyentes conservadores consumirían en un cine sin ningún reparo una clase de música que, oída en una sala de conciertos, hubiese despertado sus sentimientos más hostiles” (p. 119). Esto no es sólo una oportunidad única para conseguir una comprensión tácita de la música atonal, por cuanto demuestra además que el cine consigue, mediante la implantación de la música, un efecto propio y autónomo al de la música de concierto, sino que además esquivaría el patético engaño de escuchar, en una película basada en el siglo XXI, temas propios de los siglos XVII, XVIII y XIX.
Por otra parte, si se consiguieran explorar las posibilidades de la música atonal en el cine, quizás se podría hacer algo para eliminar esa absurda dicotomía entre música tonal-agradable y música atonal-desagradable. El ejemplo de Hitchcock es paradigmático del modo en que se ha utilizado la atonalidad: asesinato, neurosis, terror, ciencia ficción. Esto, a mi modo de ver, no sólo es un problema del cine, sino que es un problema del cine que incumbe especialmente a la música contemporánea y le perjudica. A causa de acomodar al oyente a este tipo de espectáculos atonales y siempre tétricos, el oyente medio se lleva una impresión equivocada de las posibilidades expresivas y agradables del atonalismo. Cuando se produce una revolución en cualquier arte, la forma nueva de éste no siempre ha representado la cara mala durante tanto tiempo. Es un caso especial de la música el de su perjudicación por el cine que no atañe a ningún otro arte. María de Arcos nos pone como ejemplo La telaraña (1955) de Minelli. Pero, para ser justos, el problema no depende sólo del cine, ni siquiera de forma esencial. Ya hemos hecho notar muchos de los problemas de la receptividad de la música contemporánea en esta reseña. En realidad, es evidente que la música contemporánea ha creado un abismo sin parangón y que estamos ante una revolución artística que se aleja, aunque el cambio fuera pedido por ella, de una tradición cosechada durante cientos de años. El compositor y musicólogo español Tomás Marco, en una anécdota retomada por María de Arcos, cuenta incluso cómo los más reaccionarios intentaron hacer de Schönberg un espía nazi y de las partituras de Webern un lugar donde éste escondería secretos sobre armas nucleares. Uno se pregunta cansado hasta dónde puede llegar la estupidez. Por desgracia, la música atonal no será sino lo que hagamos de ella y, aunque es evidente que su verdad artística se acabará imponiendo, es una pena que quienes vivimos tengamos que esperar tanto para disfrutar de su verdadero valor. Quizás, como afirmó Don José Ortega y Gasset, la cuestión del arte es tan importante para los hombres que, cuando éstos se ven en la imposibilidad de su comprensión, buscan a toda costa un argumento para denostarlo e imponer su altivez. ¡Y cuántas veces ocurre esto con la música contemporánea! Pero este no es un fenómeno nuevo. Ya en el Eclesiastés encontramos un adagio, por otra parte fatalmente comprendido por el cristianismo, que reza así: vanidad de vanidades, todo es vanidad… Todos los ríos van al mar, pero el mar nunca se llena.

(1) Véase su música para La heredera (1949) de William Wylder, con la cual recibiría un Óscar. (No está citada en el libro.)

http://www.sinfoniavirtual.com/libros/004_experimentalismo_musica_cinematografica.pdf

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Acerca del autor:
Daniel Martín Sáez
Revista Sinfonía Virtual Nº16

Acerca del libro:
Experimentalismo en la música cinematográfica
María de Arcos