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Una visita a Thomas Piketty

Fecha:
01/01/2015
Hace unas semanas, tras la aparición de la edición estadounidense de El capital en el siglo XXI –un estudio de más de mil páginas que el otoño anterior se había publicado en francés–, se elevó a Thomas Piketty de la categoría de especialista a la de intelectual global. El grueso volumen técnico se convirtió en un bestseller a cuyas tesis le dedicaron un amplio espacio tanto The New Yorker y The New York Times como el resto de las publicaciones periódicas importantes en lengua inglesa; los medios alemanes hicieron lo mismo. Nunca se había podido atestiguar un encumbramiento semejante de forma tan notoria y en tiempo real. Se trata del comienzo de algo nuevo. Al igual que los políticos en el poder, la figura de los intelectuales funciona como un sello fechador: con sus nombres se asocian vidas enteras, imágenes, textos, concepciones del mundo quizá ya históricas. En París hay carteles que anuncian el programa de una artista de cabaret con la leyenda: “Nacida bajo Giscard”. Aun cuando casi nadie conoce gran cosa de la vida política de este hombre, su nombre sin duda sirve como referencia histórico-cultural y para evocar instantáneamente una época.

NOSTALGIA POR LOS VIEJOS TIEMPOS

No es distinto lo que sucede con los grandes nombres del mundo intelectual; también éstos dejan huella incluso en contemporáneos que no han leído sus libros. En tiempos pasados, a veces unos y otros terminaban por encontrarse tarde o temprano. Giscard logró llegar al lecho mortuorio de Jean-Paul Sartre; permaneció ahí sentado un buen rato.
Aquéllos eran intelectuales que aún explicaban el mundo desde lo profundo de la conciencia, desprovistos por completo de conocimientos matemáticos, investigaciones de campo o una cátedra. Les bastaban un papel en blanco, una pluma, nociones de Husserl y de Descartes: si se lanza una mirada lo suficientemente radical, ¿puede entonces identificarse el fundamento de la existencia? Y he aquí que el intelectual encontraba tal fundamento en sí mismo: a partir del sentido que le otorguemos, el mundo adquiere un significado; somos libres.
En mayo de 1968 esto se puso a prueba en los hechos: la libertad individual, reivindicada y después experimentada, fue una derivación directa del existencialismo. La familia debía ser el germen del Estado, y si se quería un Estado diferente en lugar de esa mafia neogaullista, se podría comenzar pues por fundar una nueva familia, o bien por vivirla de otro modo. Lo que vino después es ya bien conocido; las cosas por desgracia se tornaron complicadas. Pero la nostalgia por esos viejos tiempos se mantiene inalterada. Sartre y Simone de Beauvoir ocupan la tumba número uno del cementerio de Montparnasse y se encuentra repleta de mensajes, flores y cartas.

UN AUTÉNTICO CAMBIO DE MAREA

Después de Sartre comenzó en Francia el apogeo de los intelectuales cultivados en la academia. El genio, diría el gran historiador de la Antigüedad Paul Veyne, se propagó entonces como una epidemia. Era la época de Bourdieu y Foucault, Deleuze y Guattari, Derrida y Barthes: un brote extraordinario. Ellos desarticularon el pensamiento, los conceptos y los sistemas a través de los que se había revelado el mundo hasta entonces, y reflexionaron acerca de su propio campo, las ciencias. Y en algún momento, afirma Veyne, la época de los genios tocó su fin, de forma repentina, tal como había comenzado. Esto, sin embargo, lo habían causado ellos mismos: la ciencia se volvió mejor, más fiel, pero no sin pagar el precio de tener que proceder de forma más especializada y con una pretensión de validez más restringida.
Fue así como el intelectual se convirtió en experto. Sólo unos cuantos especímenes que quedaron de la época de las grandes figuras vastas y versátiles –los llamados allrounders –pueblan el hábitat de los medios, escriben columnas o alzan la voz en los estudios de televisión. Y casi ninguno de ellos goza de un reconocimiento científico autónomo.
Ahora, mucho tiempo después, alguien reemprende el camino en el sentido contrario: de economista conocido entre las izquierdas parisinas a intérprete de nuestro tiempo. Este libro supone un verdadero cambio de marea, escribió con alborozo Paul Krugman en The New York Times: la economía está por cambiar y con ella el mundo entero.

PERO, ¿QUÉ SE CREEN ESTAS PERSONAS?

Quien se pone en camino para encontrarse con Piketty, no obstante lo anterior, podría creer que se trata de un malentendido o una broma. Uno debe dirigirse a la periferia del barrio universitario parisino, el Barrio Latino, que luce como la periferia de la civilización: calles completamente vacías, un taller de autos derruido, una maleta negra con ruedas que alguien abandonó largo tiempo atrás. En la entrada de la dirección indicada se encuentra una tosca caseta de madera como salida de un mercado de materiales para construcción o de un insolente proyecto artístico. Un letrero colgado en ella la identifica como la entrada a la École d'Économie de Paris, aquella compleja organización central compuesta de varios profesorados que Thomas Piketty trajo a la vida hace algunos años por encargo del entonces primer ministro De Villepin.
Por más que Francia honre a sus intelectuales aún mucho tiempo después de su muerte, en la cotidianeidad académica los pensadores al servicio del Estado, de acuerdo con una anticuada “pedagogía negra”, son reducidos a un nivel ínfimo. No hay secretaria ni letrero que indique el camino. Uno lo encuentra preguntando y ello suscita comentarios del tipo: “¡Vaya, ya pronto tendremos que colocar un indicador para orientar a todos los periodistas que quieran ver a Thomas!”.
Piketty ocupa una minúscula oficina que apenas cumpliría con los requisitos para albergar un mamífero de tamaño mediano. Si se mete una segunda silla, la puerta ya no se puede cerrar. Él cuenta, todavía sobresaltado, acerca de una oferta inmoral: los organizadores de un evento en Hong Kong lo invitaron a una conferencia y le habían ofrecido cien mil dólares como honorarios. Sin poder calmarse, continúa: “Pero, ¿qué se creen estas personas? ¿Cómo se les ocurre ofrecer tanto dinero, y precisamente a mí? ¿Acaso no han leído lo que escribo? ¿Cuál es el sentido económico de semejantes honorarios, tomando en cuenta que la oferta viene de personas que quizá les pagan a sus empleados domésticos diez mil dólares al año?”.

LA IMAGEN DE UNA AVALANCHA

El tema de Piketty es la desigualdad. Desde hace años recopila datos sobre el dinero en el mundo, en particular el de los ricos. No es tarea sencilla, pues cuanto más omnipresente y poderoso se vuelve el capital, tanto menos se lo estudia. Desde hace años trabaja con sus colegas en una base de datos que retrate la situación financiera de los ricos. Piketty ha llevado a cabo esta indagación también a lo largo de distintas épocas, de modo que en su libro puede proponer una anatomía histórica del capital, con extensas y cuasi filosóficas reflexiones acerca de temas como pensiones o impuestos, entre muchos otros.
A diferencia de sus colegas, él entiende las ciencias económicas no como un fino arte emparentado con las matemáticas superiores, sino como una ciencia social que debería aspirar a debatir e incluso a resolver problemas reales a partir de datos reales. “Siempre me importó más la opinión de los colegas de las ciencias históricas o la sociología que la de los economistas, quienes aun cuando ignoran al resto de las ciencias -o precisamente debido a ello-no entienden nada de nada.”
Lo que descubrió es fácil de entender, pero difícil de demostrar, y de un alcance inestimable, pues refuta la doctrina neoliberal que domina desde hace ya varios siglos. Es como la imagen de una avalancha: el alud del capital, una vez desencadenado, se incrementa y avanza más rápido de lo que puede correr el trabajador. Si el Estado o la historia no intervienen con regulaciones, el capital crece con mayor velocidad que todo lo demás y, en particular, que el rendimiento del trabajo. De esta manera la meritocracia burguesa se invalida, como ya ocurre en los países del sur de Europa o en Rusia. No importa si los hijos asisten a una buena escuela, si ponen todo su empeño para obtener un buen empleo: si los padres no son acaudalados, el ascenso social es un asunto complicado y por demás improbable.

EL ADVENIMIENTO DE VIEJAS CIRCUNSTANCIAS

En nuestro tiempo eso significa que, para conservar nuestro nivel de vida como nación civilizada y Estado benefactor, las cargas que deben soportarse habrán de aplastar a futuros trabajadores. La influencia de aquellos que simplemente heredaron su riqueza o la acrecentaron con métodos inmorales –por no decir ilegales–, como los oligarcas y los defraudadores fiscales, es más poderosa que la deslucida representación de las extenuadas clases medias. Si a menudo usted se encuentra hastiado y exhausto, trabaja largas jornadas y aun así la cuenta se le sobregira con frecuencia, entonces es recomendable leer El capital en el siglo XXI para comprender que, con el mero equilibrio individual trabajo-vida privada, con el coaching o las velas perfumadas en la bañera, esto no va a cambiar.
El hecho de que el desarrollo actual y la ampliación de la brecha entre pobres y ricos se consideren un retroceso se puede atribuir a que las últimas décadas han sido una excepción histórica. La mitigación de la tensión social, el incremento de las clases medias y la contención de las acomodadas se debe no sólo al sabio manejo de grandes hombres, sino a la contingencia histórica. Para decirlo rápido: fueron la segunda guerra mundial y sus consecuencias las que condujeron a una situación histórica excepcional en la cual el capital no creció más aceleradamente que, por ejemplo, el producto del trabajo.
Antes bien, se vislumbran otra vez aquellas viejas circunstancias de las novelas del siglo XIX de Balzac y Jane Austen que Piketty cita con frecuencia. Sólo que esta dinámica tiene un efecto mucho más potente a principios de nuestro siglo, puesto que se desarrolla a escala global.

ARMONIZACIÓN MUNDIAL

Resulta particularmente rigurosa la opinión de Piketty sobre las relaciones en los Estados Unidos, donde desde hace mucho la clase política –en lo que respecta a la situación económica– se mueve de manera irrevocable dentro de Una esfera social y económica por completo distinta de la de aquellos a quienes debería representar. El autor comprueba que la antigua tierra de los pioneros tan sólo recompensa a los rentistas, y teme que pueda convertirse en el viejo continente estancado del nuevo orden mundial; uno en el que dinastías como las Bush o Clinton gobiernen alternadamente y, en el mejor de los casos, moderen las grandes tendencias.
El verdadero compromiso de Piketty, sin embargo, está dirigido hacia Europa: uno de los sitios más ricos del planeta, según demuestra él en sus trabajos. El hecho de que las arcas públicas se encuentren vacías, la capacidad de acción política sea limitada y la cooperación supranacional caprichosa, es tan sólo el resultado de la política de los gobiernos actuales que comparten el interés de hacer lucir a Europa más débil de lo que es.
Además, desde el punto de vista fiscal –subraya–, nuestra porción del continente constituye un verdadero tamiz: Luxemburgo, Mónaco, Suiza, las islas británicas del Canal; quien desea disminuir su carga fiscal, no necesita mudarse a algún Estado oligárquico, sino que puede hacerlo en medio de Europa y disfrutar de las ventajas de la civilización, sin aportar por ello una cuota razonable. Para Piketty esto es un mero robo.
Desde luego el autor no se guarda las críticas hacia el manejo estatal de los fondos que recauda. Las exigencias de modernización y la transparencia en el quehacer político todavía no están presentes en este momento en la conciencia de muchos representantes de la izquierda, lamenta Piketty. Él no se contenta con simplificaciones y se empeña de forma realmente obsesiva en plantear formulaciones con pragmatismo y apego al sentido común. No obstante, al final del libro se permite sugerir una utopía: un impuesto progresivo sobre el capital, recaudado de manera armónica en todo el mundo. Técnica y jurídicamente esto podría hacerse sin problema, pero desde luego no así políticamente.

EN UN MUNDO PROPIO, CERRADO

Uno podría ponerse sombrío: ¿la gran utopía de nuestra generación es un nuevo impuesto? Veámoslo de esta forma: la distribución uniforme de las cargas fiscales garantiza un modelo de civilización que ha costado mucho conquistar y que inevitablemente se desgasta por sí mismo. La tarea consistiría en perpetuar la visión histórica, que duró 40 años, más allá de su fecha de caducidad, de tal suerte que el Estado de derecho democrático, social y cultural no caiga de nuevo en las manos de los oligarcas, los señores de las drogas y los reyes de las materias primas, ni de esos jóvenes con camionetas negras todoterreno. Y Piketty recuerda en su libro que siempre hubo cuestiones fiscales que marcaron el inicio de revoluciones.
Los diagnósticos y propuestas de Piketty, en los que se reconoce el espíritu de una generación, tienen un ánimo explorador que cautiva; escritos por entero sobre un consenso logrado a partir de la comunicación, no buscan provocar confrontaciones. Mi escepticismo tiene que ver con el destinatario, el otro lado del binomio entre intelectuales y gobernantes: no creo que la canciller alemana piense en cosas que han de hacerse y pasos que han de darse; ella debe su éxito a la inacción, al silencio y a la política dilatoria, a la postergación; a ella le gustaría permanecer en el cargo, y lo mejor para lograrlo es hacer lo menos posible. Desafortunadamente esta impresión corresponde también a la que Piketty tiene del presidente francés.
Piketty, que se encuentra cerca de los socialistas, describe a Hollande como un "maestro de la pirueta verbal, que entiende cómo situarse bien en el momento a través de la retórica, pero que ya no está en condiciones de reconocer ni por asomo diferencia alguna entre las palabras y las cosas. Treinta años atrás Hollande se instaló por primera vez en una oficina en el palacio del Elíseo. Hoy está de regreso, aunque con otro cargo. Él vive y argumenta en un mundo propio, cerrado".

SÓLO HAY QUE SACARLE PROVECHO

Piketty plantea fumes proyectos que ambos mandatarios podrían poner en práctica, por ejemplo el de una cámara europea de presupuesto, en la cual los diputados del comité presupuestario pertenecientes al Parlamento de los países del euro legislen en torno a cuestiones presupuestarias y fiscales.
Piketty está convencido de que Europa se está haciendo débil artificialmente: débil en lo político, pero también débil en lo económico, pese a que constituye uno de los territorios más adinerados del planeta, con una población bien educada y relativamente pacífica. Con un gobierno armónico y, hasta cierto punto, sensato, podría nacer ahí una verdadera potencia de la democracia, del Estado social y de la cultura pública. Pero actuar diferente representaría un cierto esfuerzo y generaría intranquilidad, y en la actualidad se trata al electorado como a un enfermo con depresión severa: que no alce la voz, que no tenga grandes expectativas.
Al mismo tiempo, el libro de Piketty también demuestra que nos hemos rezagado en lo que respecta al intercambio cultural entre Alemania y Francia. Hans Hütt, quien escribe ocasionalmente para el Frankfurter Allgemeine Zeitung, advierte el hecho de que la obra de Piketty no fue acogida en Alemania sino por vía indirecta a través de los Estados Unidos; la edición original pasó inadvertida. Y la edición alemana parece aún muy lejana: su editorial en este país, C. H. Beck, no tiene la intención de publicar la traducción al alemán de esta obra tan importante sino en algún momento de 2015; así no se puede llegar a un debate europeo.
Piketty está cansado; la fama que le sobrevino de repente ha atraído asimismo fantasmas al proyecto. De pronto tiene que defenderse –con su meditada antropología socialdemócrata-popperiana del capital– de las acusaciones de ser un peligroso izquierdista radical; su página de Wikipedia es un paraíso para los trolls. Él saca ánimos de un potente café exprés que bebe de un vaso de plástico color marrón. Antes de despedirnos, manifiesta un último deseo: “¿Podría por favor dejar claro que escribí un libro optimista? Aquí en Europa tenemos todo lo que necesitamos, sólo hay que sacarle provecho”.

Traducción de Melina Guerrero.

© Frankfurter AlIgemeine Zeitung. Todos los derechos reservados. Proporcionado por el Frankfurter Allgemeine Archiv. Publicado originalmente el 25 de mayo de 2014.

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Acerca del autor:
Nils Minkmar
Letra Internacional

Acerca del libro:
El capital en el siglo XXI
Thomas Piketty

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