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La innovación, los ricos y el regreso del pasado

Fecha:
01/01/2015
Hace un par de años, Jean-Baptiste Malet, un periodista francés, cuya curiosidad se había avivado por la negativa de Amazon a facilitarle información acerca de las condiciones de trabajo de sus empleados logísticos, decidió infiltrarse en la organización. Fue contratado como temporero para la campaña de Navidad, lo que le permitió conocer de primera mano cuál era el funcionamiento de la compañía. Contó la experiencia en En los dominios de Amazon (Trama editorial), donde pudimos saber cómo unos métodos de gestión que creíamos olvidados están resurgiendo con una fuerza inusitada. Todo en los almacenes de Amazon estaba teñido de un taylorismo extremo, de distribución de esfuerzos y tiempos calculados, de cálculo sobre ritmos e intensidades de trabajo, que imponía una distribución rígida y asfixiante de tareas, tanto o más que las de la cadena de montaje de las fábricas fordistas. Sus empleados volvían a ser reducidos a pura energía en movimiento.
La experiencia resultó significativa porque esas condiciones de trabajo, que iban en contra de las normas laborales de décadas del Estado de bienestar, contribuían a dar a la empresa una ventaja en esa celeridad logística que le permite constituirse en actor dominante en el ámbito de la distribución de productos. No es la única excepción: la compañía americana, gracias a las posibilidades legales que han abierto los cambios promovidos para facilitar la circulación de mercancías y capitales, también lograba ventajas fiscales respecto de sus competidores más pequeños al poder abonar los impuestos en lugares diferentes de los que se producían las ventas. No es algo excepcional: si se repasan las situaciones de las firmas exitosas en el nuevo mundo digital, vemos cómo se repiten esas constantes fuera de la norma que permiten construir monopolios (u oligopolios, en el mejor de los casos) a partir de posiciones de ventaja. En otras palabras, los grandes emprendedores de nuestra época, desde Bill Gates a Mark Zuckerberg pasando por Jeff Bezos, dirigen empresas que deben parte de su éxito a la posibilidad de evitar las disposiciones normativas que habían levantado los Estados nacionales para asegurar condiciones de trabajo dignas, para conseguir que la competencia fuera efectiva y real o que la evasión fiscal no tuviera lugar. Incluso algunas de ellas, como Yahoo, Google, Microsoft y Facebook, operaron ilegalmente, espiando a sus propios usuarios y recibieron a cambio partidas económicas abonadas por la NSA. Las leyes vigentes para ellos, en pleno siglo XXI, se asemejan más a las imperantes a inicios del siglo pasado que a las de los estados fordistas de mediados de siglo. Lo que no deja de ser una paradoja, porque las empresas que más han hecho gala de la innovación como su fuerza motora son también aquellas que utilizan prácticas y métodos de gestión directamente extraídos del pasado.
Una lección muy parecida nos explica Thomas Piketty en El capital en el siglo XXI, donde vemos cómo este mundo nuevo, lleno de inventiva, de capital intelectual, que aboga por un crecimiento firme y que nos promete una sociedad distinta y mejor, no está produciendo otra cosa que un acelerado regreso al pasado. Según Piketty, esta nueva edad de oro de la economía, que ha generado un gran aumento de la riqueza, no ha mejorado los niveles de vida de las diferentes clases sociales, sino que la corriente ha fluido en una sola dirección. Los niveles de desigualdad se han incrementado notablemente porque la parte superior de la pirámide social está recogiendo en exclusiva los réditos, hasta el punto de que ya se asemejan a los imperantes en el siglo XIX. Según señala el reciente Informe Oxfam IGUALES: Acabemos con la desigualdad extrema. Es hora de cambiar las reglas, en España las 20 personas más ricas poseen tanto como el 30% más pobre (14 millones de personas) y el asunto parece ir a más: desde el inicio de la crisis hay el doble de multimillonarios en el mundo: de 2008 a 2014, han pasado de 793 a 1.645, mientras que el número de pobres también ha aumentado considerablemente.
Lo que Piketty subraya es que estamos volviendo a esa lógica de la acumulación y a la economía dominada por dinastías familiares que ha sido la constante en la organización social occidental, ya fuera provocada por la concentración de tierras en pocas manos, como ocurrió en el siglo XVII, por la de la industria, como en el siglo XIX, o por la de las finanzas y el patrimonio inmobiliario, como ocurre hoy. Para describir la situación final que provoca este regreso al capitalismo patrimonial, Piketty recurre a un clásico del siglo XIX, Balzac, de quien cita su Papá Goriot como la obra que mejor explicaría nuestro presente: “Me fascina la violencia de su diagnóstico sobre la estructura de los ingresos y la riqueza: a principios del siglo XIX, la única manera de vivir desahogadamente era haber heredado. El trabajo, la educación y el mérito no conducían a nada. Balzac señala lo que le espera a un personaje como Rastignac; da igual que se convierta en fiscal a los 30 años o que sea un abogado destacado a los 50, porque los ingresos del trabajo serán insignificantes en comparación con el nivel de vida que le espera casándose con la rica señorita Victorine”.
El recurso a Balzac es muy pertinente, porque contribuye a resituar el foco. Habitualmente, entendemos los problemas causados por la desigualdad desde el mero análisis económico, reparando en la notable distancia que separa a los que tienen de los que no tienen en las sociedades occidentales, o a subrayar las condiciones de pobreza extrema en las que viven millones de personas en el tercer mundo. Datos de esta índole nos hacen visualizar de forma inmediata a esa gente rebuscando en nuestras basuras para poder comer mientras que los más afortunados pasan sus días entre lujos kitsch e instrumentos tecnológicos de última generación. Sin duda, esa visión es real y necesaria, pero contribuye a situar el problema en términos puramente económicos, invisibilizando sus consecuencias sociales. Esto es lo que Piketty, con su referencia a Balzac, permite hacer explícito. Una desigualdad elevada y unos recursos económicos concentrados no sólo empobrecen a la población, sino que subvierten los valores que necesitamos para una convivencia merecedora de tal nombre. El mundo que llega, si nos atenemos a lo que Balzac cuenta en Papá Goriot, será así:

1. “Cómo hacer rápidamente una fortuna, es el problema que se plantean en este momento cincuenta mil jóvenes que se encuentran en la misma situación que usted. Usted es uno de ellos. Calcule los esfuerzos que tiene que hacer y lo encarnizado del combate. Tienen que devorarse unos a otros como fieras, dado que no hay cincuenta mil buenos puestos”.

2. “¿Sabe usted cómo se triunfa aquí? Con el brillo del genio o con la habilidad de la corrupción. Hay que entrar en esta masa de hombres como una bala de cañón o deslizarse en ella como la peste. La honradez no sirve para nada... La corrupción es lo que prima, el talento es raro. Por eso, la corrupción es el arma de la mediocridad que abunda, y sentirá usted sus alfilerazos por todas partes”.

3· “El hombre honrado es el enemigo común. Pero ¿qué cree usted que es un hombre honrado? En París un hombre honrado es el que se calla y no quiere tomar parte en la corrupción general”.

4· “Si quiere usted tener rápidamente fortuna, ha de ser ya rico o parecerlo. Para enriquecerse hay que dar golpes importantes, no conformarse con pequeños trapicheos. Si en las cien profesiones que puede usted abrazar hay diez hombres que triunfan rápidamente, la gente los llama ladrones. Saque usted sus conclusiones. He ahí la vida tal como es. No es más agradable que la cocina; huele igual de mal y hay que mancharse las manos si se quiere sacar tajada; sólo es preciso sabérselas limpiar bien después; en eso consiste toda la moral de nuestra época”.

Las descripciones de Balzac no son exageradas. Los niveles de desigualdad no sólo implican una enorme diferencia entre la parte de arriba de la pirámide y la de abajo, sino que también transforman la estructura social, estrechando el cuello de botella que separa a la pequeña parte de arriba de todas las demás. En ese suelo, donde todo tiende a convertirse en cuestión de supervivencia, las virtudes que exige una sociedad vivible no pueden desarrollarse. La corrupción florece porque es el único ascensor social efectivo, y produce el efecto añadido de canalizar la inventiva y el talento de una sociedad hacia la mera picaresca en lugar de hacia lo creativo y lo productivo.
Tampoco es un contexto muy alejado de nuestras sociedades. Cuando leemos el diagnóstico de Balzac lo vemos como algo que está lejos aún de producirse en nuestro entorno. Hasta ahora, hemos venido confiando en que los mecanismos institucionales y las redes de seguridad económicas y sociales que habíamos tejido nos protegieran de descensos pronunciados en el nivel de vida, y seguíamos pensando que, pese a las obvias objeciones que pudieran formularse, habitábamos las sociedades mejor preparadas de la historia para hacer frente a los problemas.
Pero esta lectura no es realista porque la debilidad de nuestras instituciones es cada vez mayor, y porque las redes de protección que se construyeron a partir de la mitad del siglo XX están dejando de estar operativas. La desigualdad también está afectando a toda esa serie de recursos estatales que hacían posible que en nuestras sociedades floreciera la clase media, como eran las prestaciones institucionales de bienes necesarios como la sanidad, la educación, el transporte o la vivienda, y ello al mismo tiempo que los recursos privados y familiares están en sus peores niveles desde hace décadas. Pensábamos que las cosas funcionaban acumulativamente, y que después de una vida de trabajo, el hombre que se jubilaba tendría más recursos que el joven, y que los hijos podrían vivir mejor que sus padres, y eso ya no es cierto. Lo cual implica dos problemas manifestándose a la vez, (la pérdida de poder de acción privado y el debilitamiento profundo de la acción estatal) que contribuyen a dejarnos mucho más a la intemperie que nunca.
Esto nos obliga a repensar las cosas, a buscar nuevos conceptos y nuevas fórmulas de acción política y social para evitar tanto la desigualdad en sí misma como los problemas sociales que genera. En este orden, la solución propuesta por Piketty, poner en marcha instrumentos fiscales que permitan la redistribución puede ser útil, pero no deja de ser una apuesta posibilista, dado el lugar desde el que se emite y hacia el que se dirige. El capital en el siglo XXI parte de la economía ortodoxa y a ella se destina; trata de hacerse valer entre los paradigmas dominantes en ese terreno, utiliza su mismo lenguaje y aporta una solución que se dirige hacia los modelos dominantes, tratando de convencerles de que hace falta un cambio de rumbo por el bien de todos, poniendo a trabajar a la máquina redistributiva para que alimente el crecimiento.
Las numerosas refutaciones a sus tesis, surgidas desde la economía ortodoxa, y emitidas mayoritariamente por expertos cercanos a posturas liberales duras, han optado por negar validez a sus análisis, por tacharles de exagerados, poco rigurosos o de falta de correspondencia con la realidad. Las críticas han intentado sustraer toda fiabilidad a ese cuidado y extenso conjuntos de estadísticas, porcentajes y diagramas que componen El capital en el siglo XXI en lugar de refutar la solución. Pero también quienes han salido en su defensa, como Krugman, han surgido de ese terreno y proponen medidas similares a las de Piketty. Stiglitz, uno de sus valedores más prestigiosos, advertía de que resulta urgente recuperar las reglas del juego, algo que sólo podemos hacer a través de impuestos más elevados para los beneficios del capital y para las herencias, de un mayor gasto en educación, de la aplicación rigurosa de las leyes antimonopolio, de reformas al gobierno corporativo que limiten los salarios de los directivos y de regulaciones financieras firmes que regulen de forma efectiva este mundo desatado.
Pero incluso esta conversión de lo económico en político operada por Stiglitz, que es una lectura suave de un asunto muy debatido estos días, deja en el aire cuestiones socialmente muy relevantes. Todas estas lecturas, al observar la vida desde términos macro, terminan por esconder algunos elementos relevantes para nuestra cotidianeidad y para el mismo pegamento que cohesiona las sociedades. Por eso es importante la referencia de Piketty a la obra de Balzac. Es esencial entender que la desigualdad produce numerosos efectos en la configuración social, en sus valores y en sus maneras de percibir el mundo que terminan por determinar nuestro día a día y nuestras acciones en él. En este orden, la sociedad jerarquizada, sin posibilidad de ascenso social y cuyo cuello de botella obliga a una lucha encarnizada por las posiciones más ventajosas, está deteriorando nuestro mundo de la vida tanto o más que el de las instituciones, volviendo más difícil la reacción que podría ayudar a cambiar las cosas.
La clase media dominante en las sociedades occidentales a partir de la mitad del siglo XX se ha fragilizado enormemente, albergando contradicciones poderosas entre la acción pragmática y los valores en que creía, que son ya escasamente útiles en el mundo contemporáneo. La posibilidad de encontrar las recompensas a través de la valía o de su esfuerzo, la creencia en que se podía tener una vida mejor, material y vitalmente, a través de una mayor formación, y la convicción en que el respeto a las normas y la honestidad terminarían generando más ventajas que inconvenientes están quebrándose con el incremento de la desigualdad. El mundo que describía Balzac es intuido como la verdad que late bajo la gran mayoría de historias de éxito, al mismo tiempo que percibimos cómo los caminos que creíamos pragmáticos han dejado de serlo: las grandes dificultades para hacer valer las titulaciones académicas a la hora de conseguir un trabajo o para contar con una remuneración que permita vivir sin ahogos, las complicaciones enormes que han de sortear las personas con experiencia y valía una vez cumplidos los 45 años para volver al mercado de trabajo si son despedidos o para no ser percibidos como las víctimas más obvias del siguiente ERE, o las evidentes dificultades para obtener un patrimonio suficiente únicamente con las rentas del trabajo, nos demuestran que el mundo que Balzac describe no está tan lejos.
Y no deberíamos escarbar mucho para encontrar en este contexto la razón última de nuestro deterioro institucional. La corrupción como mejor instrumento de ascenso social se encuentra en correlación con este conjunto de experiencias cotidianas que subvierten la racionalidad común, esa que compartía y daba forma a la clase media. El descontento emanado de esa mezcla de pérdida de posibilidades económicas y de referencias vitales, a las que se añade la certeza en el futuro no nos traerá nada bueno, es la que ha propiciado el terreno fragmentado y tenso de nuestra situación social. Y, en ese orden, poner el acento sólo en el terreno económico significa extraer de la ecuación la mitad de los factores.
Este es un asunto doblemente importante, porque señala hasta qué punto los instrumentos teóricos del análisis no están adecuados a las realidades, y porque pueden hacer que malentendamos los motivos que empujan a las fuerzas de cambio social que se han establecido ya en nuestro horizonte político. Las formaciones de nuevo cuño, aunque de diferente tendencia política, que amagan con convertirse en las dominantes en el terreno de juego europeo (UKIP, Cinco Estrellas, el Frente Nacional, Syriza y Podemos), han surgido desde la extendida sensación de que las estructuras, institucionales y morales, se han caído y necesitan ser rehechas. Nos adentramos, pues, en un nuevo mundo. La cuestión a resolver es si las sociedades de la innovación, la creatividad y la fluidez avanzarán hacia contextos mejores o si, como nos parece, eliminan los valores necesarios para una existencia digna de ser llamada con tal nombre, y nos llevarán de regreso al pasado. Una sociedad que desconfía de los valores, de las leyes y de la razón, que sólo cree en lo inmediato, en lo pragmático y en lo material, y que vive inmersa en una lucha descamada por las posiciones más relevantes alberga contradicciones que, como afirma Piketty, terminan resolviéndose por la violencia.

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Acerca del autor:
Esteban Hernández
Letra Internacional

Acerca del libro:
El capital en el siglo XXI
Thomas Piketty

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